Ver gratis ‘La conquista de la tierra perdida’ (1983)

En el páramo polvoriento del cine de espada y brujería de los años ochenta, donde los músculos sudaban aceite y los conjuros se lanzaban en medio de una niebla de cartón piedra, La conquista de la tierra perdida (título original: Conquest) de Lucio Fulci se alza como una anomalía, una alucinación febril que funde la brutalidad bárbara con la poética enferma del delirio psicotrónico.

Fulci, más conocido por sus incursiones viscerales en el horror (El más allá, Miedo en la ciudad de los muertos vivientes), se adentra aquí en el territorio de Conan pero con los ojos bañados en ácido. Esta no es una película de aventuras al uso. Es un sueño húmedo y violento de cine B italiano, un canto funerario al cuerpo doliente y al alma descompuesta bajo soles gemelos.

La bruma como atmósfera, la carne como trinchera

Desde el primer fotograma, La conquista de la tierra perdida nos lanza a un universo de tinieblas impalpables: no hay sol que ilumine ni lógica que rija. Todo flota en una niebla sucia y dorada como si los dioses hubieran cubierto el mundo con un velo de opio. Es una película de texturas más que de historia. De pieles curtidas, de criaturas pútridas, de resplandores blanquecinos filtrados por la niebla como por una placenta divina.

El héroe, Ilias, armado con un arco de luz (¿una reliquia sci-fi caída de otra galaxia?), se une a Mace, un bárbaro musculado y casi mudo, para enfrentarse a una diosa enmascarada y erótica, Ocron, que manda sobre una horda de licántropos sanguinarios. El argumento es apenas un esqueleto, un tendón colgado de un altar ritual. Lo que importa aquí no es el qué, sino el cómo: el ritmo hipnótico, el abuso del filtro suave, la música sintetizada de Claudio Simonetti que gotea como una fiebre electrónica sobre la pantalla.

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Un cine de podredumbre y éxtasis

Fulci revienta los moldes del género. Donde otros ofrecían heroicidad, él ofrece putrefacción. Donde otros exaltaban la fuerza, él nos da mutilaciones, violaciones simbólicas y criaturas viscosas. El mal aquí no es una entidad: es una atmósfera, una podredumbre que emana de la tierra, del agua estancada, de las bocas abiertas de los monstruos que devoran cuerpos como si comulgaran.

La violencia es cruda, pero también ritual. Cada muerte parece una ceremonia. Cada herida, un tatuaje místico sobre la piel del relato. Y en medio, el erotismo macabro de Ocron, que con su máscara dorada y su cuerpo desnudo y fangoso se convierte en la representación perfecta de ese deseo oscuro, decadente, que anida en los rincones más recónditos del cine europeo de serie B.

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Fulci y el anti-blockbuster

En el contexto de 1983, con Conan el bárbaro elevando el género al nivel de ópera wagneriana, Fulci responde con esta obra bastarda, incómoda, impura. Su cine no busca la épica, sino la infección. No quiere conquistar al espectador, quiere contaminarlo.

La conquista de la tierra perdida es, quizás, una de las últimas manifestaciones sinceras del cine artesanal, sucio, temerario, nacido en los márgenes y hecho con pedazos de sueños reciclados. Fulci no tenía los medios de Hollywood, pero sí una imaginación capaz de horadar el ojo del espectador y sembrar en él una semilla extraña que germina en la pesadilla.

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Cierre: cuando los dioses sangran

Hoy, esta película sobrevive en los catálogos de culto como una reliquia desconcertante. Algunos la ven como un despropósito; otros, como una joya enferma. Pero es en esa ambigüedad donde La conquista de la tierra perdida cobra sentido: no es una película para ser comprendida, sino para ser sentida en la piel, como una fiebre que llega sin aviso.

Fulci, como un chamán perdido en las ruinas del celuloide, nos legó esta visión de un mundo salvaje donde los dioses sangran, las nieblas no se disipan y el héroe solo puede avanzar a machetazos entre sombras.

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Una tierra perdida, sí… pero en cuyo barro todavía germina el cine más alucinado.

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