En una galaxia muy muy lejana, en unos barrios muy muy cambiados, hubo una época, un tiempo en el que los seres humanos andaban erguidos sin mirar una pantalla mólvil y en el que el cine de acción no solo era simple y violento, sino que también era disfrutado sin ningún tipo de vergüenza. Estamos hablando de los años 80, la era de los héroes de acción por excelencia.
Pistolas con munición infinita, gestos impávidos y malencarados incluso en los momentos más íntimos, tiros y explosiones desde los créditos iniciales… Así eran los héroes y las películas de los ochenta, así de simples y así de complejos e irrepetibles. Músculos y violencia a raudales para tramas que nunca eran más complejas que un cuaderno Rubio, uno que al mismo tiempo producía más sabiduría que cualquier Xiaomi de turno. Los malos siempre eran extremadamente malvados sin preguntarnos que los llevó a eso, y los buenos siempre se presentaban como caballeros dispuestos a salvar a la damisela en apuros, ya fuera una rubia inocente, una chica de estética ciberpunk o alguien con una elección de blusas poco recomendable. Y, por no hablar de la lencería de esa década, que distaba mucho de la actual. Esos eran otros tiempos con cosas que no compartir pero nunca vetar.
A veces, estos héroes de acción estaban un poco locos, como en «El Exterminador» (1980), pero lo más común era que detrás hubiera una causa noble, como defender al oprimido, rescatar a la chica caliente o derrocar al dictador de turno. Y todo esto usualmente era llevado a cabo por un comando de excombatientes, a menudo encarnado en una sola persona. En estas películas, el diálogo era lo de menos; unos buenos puños y un súper cuchillo de combate, junto con un par de cartuchos, eran suficientes. Después de todo, el sonido de las ametralladoras no era más que un añadido de montaje, estridencias a todo volumen para que toda la vecindad se enterara. «Soy malo…, así que, anda… ¡alégrame el día!».
Todo era simple y los mensajes eran tan claros como directos. El galán siempre lo tenía fácil, con solo una mirada seguida a veces de una frase corta y contundente: «Muñeca, no deberías estar aquí». Y luego, un desnudo gratuito y unas bragas tamaño XL en el suelo. Pero ojo, no confundir, que fuese simple no quiere decir que no fuese de calidad. El cine de aquellos tanto el A en mayor medida como el B en menor, eran un conjunto de obras artísticas con cualidades fílmicas dignas de elogiar y de estudiar.
En algún momento de la década de los ochenta, cada barrio en España tenía al menos cinco videoclubs. La irrupción de este negocio como elemento esencial en nuestra vida durante aquellos años fue asombrosa, y seguramente haya incontables estudios sociológicos al respecto. Lo más sorprendente fue su rápido crecimiento, que solo fue igualado por su caída.
Yo como otros miles, era un adolescente en aquel entonces, y para mí, la chica del videoclub de mi barrio o el señor de bigote según local, eran como mi proveedor de drogas. Cada vez que iba al videoclub, era como si estuviera buscando mi dosis de cine cutre en ocasiones y de obras maestras en otras, aunque en aquel momento no lo supiésemos.
Al principio, nos desesperaba ver cómo el estreno de la semana, con varias copias en las estanterías, siempre estaba alquilado. Aquel terribel cartón que se introducía entre la portada de cartón y el plástico protector era el verdadero villano de los videoclubs, el lord sith dispuesto a aguar todos los fines de semana. Esto me enfurecía tanto como me alegraba mi maravilloso video VHS de cuatro cabezales, último modelo.
Todos los jóvenes de aquella época llegamos a tener más de una docena de carnets, solo eso te garantizaba que el sábado tarde fuese un festival de scanlines donde perderse con historias únicas e irrepetibles. Otras opción claro está era la de la confianza de la chica o chico del videoclub, ganártelo con amor juvenil a base de devolver las cintas cuanto antes y por supuesto, rebobinadas, eso sumaba algo incalculable ahora de ser niño adorado aunque solo fuese como cliente. Al final, no solo evitabas las esperas para ver la película de estreno, sino que también conseguías posters para decorar la habitación.
Pasado un tiempo y a la inversa que está ocurriendo ahora con las plataformas, el pre-cinéfilo pasaba de querer alquilar a querer poseer y claro, llegaba el momento de las grabaciones de cinta. Para grabar una de esas películas, necesitabas dos videos VHS y cables, y nadie que conociera tenía dos videos, así que tenías que ir a la casa de un amigo y llevar tu propio video para hacer la operación. Una aventura tan grande casi como la de los Goonies.
Dentro de los videoclubes, había dos categorías principales: terror y acción. El número de títulos de acción superaba con creces al de cualquier otro género, así que centraremos el artículo en las películas de acción pura y dura. Dejaremos para otra ocasión las películas de ciencia ficción, los thrillers eróticos, las comedias picantes y las aventuras adolescentes.
Los estuches de las películas, estratégicamente vacíos para evitar hurtos, se ordenaban según la relevancia de los actores. En la primera línea se destacaban nombres como Sylvester Stallone con su «Cobra» (1986), «Rambo I» (1982) y «Rambo II» (1985), o Arnold Schwarzenegger con «Commando» (1985) y la subestimada «Ejecutor» (1986). Luego venían los de segunda fila, como Mel Gibson en «Mad Max» (1981), Kurt Russell en «Rescate en Nueva York» (1981) y «Golpe en la pequeña China» (1986). También estaban aquellos más reconocidos por el título que por el actor, como «Remo, desarmado y peligroso» (1985), y el infaltable Chuck Norris con títulos como «Invasión USA» (1985), donde salva a América con un solo puñetazo.
Chuck Norris no solo demostraba su habilidad con armas de todo tipo, desde ligeras hasta pesadas, incluyendo barcos y helicópteros, sino que también nos deleitaba con sus peleas cuerpo a cuerpo. Este estilo influenciaría los años siguientes. Si la década de los ochenta se asociaba con la ametralladora M60, los noventa serían recordados por la patada giratoria. Actores como Van Damme, en películas como «Contacto Sangriento» (1988) y «Cyborg» (1989), o Steve Seagal con «Por encima de la Ley» (1988), se convirtieron en representantes de este nuevo género de acción como bien demostraba Dolph Lundgren en «Red Scorpion» (1988).
Los héroes de segunda y tercera fila ofrecían una variedad de personajes, desde guaperas de gimnasio como Lorenzo Lamas en la saga «Snake Eater» (1989), hasta roles más destacados. En las categorías más bajas, encontrábamos desde promesas incumplidas como Patrick Swayze en «El guerrero del amanecer» (1987), hasta extravagancias como «Destroyer, brazo de acero» (1985)(ver película gratis en nuestro videoclub aquíCine de acciçon). En el mundo de las italianadas y las exploitation, películas como «Serpiente Sam» (crítica aquí) (1989) eran homenajes a la era de la M60, mientras que en España, obras como «Escuadrón» (1988) de José Antonio de la Loma representaban una versión local del género.
La producción de estos títulos era enorme, hasta que a finales de los ochenta apareció un nuevo tipo de héroe, menos musculoso pero con más diálogo y una sonrisa tonta y pícara. Su nombre era Bruce Willis, y su papel en «La jungla de cristal» (1988) marcó el inicio de una nueva era de héroes de acción. Los tiempos de los bíceps, tríceps y deltoides estaban llegando a su fin. Y eso no fue lo único que cambió en los años noventa; también vimos cómo las mujeres dejaron de ser simplemente objetos y se convirtieron en protagonistas.
En los ochenta, era raro ver a una mujer empuñando armas y repartiendo golpes. Las excepciones estaban en películas como «Lady Terminator» (1989) o, de manera más significativa, la teniente Ripley en «Aliens, el Regreso» o Sarah Connor en ‘Terminator 2. Sin embargo, tendríamos que esperar hasta el cambio de milenio para ver a mujeres como Kate Beckinsale o Milla Jovovich haciendo lo mismo que Sylvester Stallone, pero además dejándonos sin aliento de verdad.
A la par del fenómeno de los videoclubs, también surgió otro igualmente interesante: los gimnasios de Taekwondo. Era como si todo estuviera conectado. Los jóvenes de los ochenta adoraban las películas de Rambo, pero como no había suficientes Rambos en los videoclubs, pronto tuvieron que pasar al cine de artes marciales. Pero eso es otra historia.
Aquellos eran tiempos en los que uno podía sentirse orgulloso de este tipo de cine. No como ahora, cuando uno puede sentir un poco de vergüenza si admite públicamente que «Rambo» no solo es una gran película, sino una obra maestra sin titubeos. Pero siempre hay excepciones… ¿Qué película recuerdas con cariño de esta década? Hubo tantas que es imposible citarlas todas, y muchas permanecen en el olvido hasta que alguien las rescata.