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La brutal odisea del macho americano: una crítica a Snake Eater (Soldier) de 1989
La década de los ochenta fue una época dorada para el cine de acción, un tiempo en el que los héroes en pantalla parecían crecer en proporción directa al tamaño de sus armas y a la desfachatez de sus diálogos. En este contexto, se erige Snake Eater (Soldier), aquella joya olvidada de 1989 dirigida por George Erschbamer, que intenta –con un tono ambiguo entre la parodia y el clasicismo de la acción– llevarnos a un viaje de violencia justiciera en una mezcla entre drama, thriller y un western moderno donde se cruzan una serie de personajes tan unidimensionales como inolvidables. Pero, ¿logra esta película más que el mero despliegue de testosterona? O mejor aún, ¿lo intenta siquiera?
El protagonista, Jack Kelly (interpretado por Lorenzo Lamas, un nombre que evoca automáticamente un recuerdo de melenas al viento y chaquetas de cuero), es un ex marine reconvertido en policía que, tras una serie de eventos desafortunados, se encuentra en una misión de venganza para rescatar a su hermana secuestrada por una pandilla de rednecks sádicos y depravados en un bosque implacable. Como es de esperar, Jack no se limita a utilizar los métodos convencionales de las fuerzas de la ley. Con un sentido de la justicia que podría considerarse «flexible» (o inexistente, dependiendo de la perspectiva), decide aplicar su propio código, uno donde las armas, las trampas y los golpes dominan sobre cualquier forma de negociación pacífica.
La paradoja del héroe solitario
Uno de los aspectos más fascinantes de Snake Eater es su compromiso irónico, aunque no siempre consciente, con el arquetipo del héroe machista. Lamas encarna a un protagonista con la gracia y sutileza de un tanque, pasando por situaciones que en cualquier otro contexto podrían considerarse ridículas, pero que aquí se interpretan como serias. El resultado es una constante disonancia entre la intensidad con la que se representa la violencia y la banalidad de los motivos que la desatan. ¿De verdad Kelly es un héroe o simplemente otro hombre con una fijación narcisista por la venganza?
El filme, curiosamente, parece dar la respuesta al multiplicar escenas donde el héroe permanece en solitario, en una pose entre la reflexión y la desesperación. Pero, si uno analiza a fondo (o lo suficientemente irónico), quizá vea en Kelly no solo al típico justiciero, sino al epítome del hombre ochentero idealizado, una figura que encarna, sin pudor ni complejos, la fantasía de ser juez, jurado y verdugo en un mundo hostil y crudo. Esto lo acerca, por momentos, a la frontera del cine paródico, aunque nunca se atreve a cruzarla de forma definitiva.
Acción y violencia como propuesta estética
Es imposible hablar de Snake Eater sin hacer mención de sus escenas de acción, el verdadero corazón palpitante de la película. Erschbamer se esmera en coreografiar enfrentamientos brutales que, pese a la evidente limitación de presupuesto, logran sorprender por la creatividad (o bien, por la falta de lógica) en el uso de armas y objetos. Las trampas de Kelly, dignas de un MacGyver con complejo de Rambo, son a la vez cómicas y efectivas en su brutalidad. Aquí, la violencia no es solo un medio para resolver conflictos, sino un espectáculo por derecho propio, una serie de secuencias diseñadas no para satisfacer una narrativa, sino para emocionar, en el sentido más rudimentario del término.
Y, sin embargo, ¿qué nos deja realmente esta violencia cuando se apagan las luces y dejamos de ver cuerpos lanzados por el aire? Existe una sensación de vacío, una conclusión que se siente insatisfactoria, porque nos damos cuenta de que toda la parafernalia no es más que un cascarón vacío, carente de una exploración auténtica de las consecuencias. Es en este punto donde Snake Eater se convierte en una suerte de sátira inconsciente: nos muestra cómo el héroe queda atrapado en su propia violencia, en un ciclo sin fin de brutalidad que no redime a nadie, que no cambia nada y que, paradójicamente, tampoco pretende hacerlo.
El extraño atractivo de lo rudimentario
A pesar de todas sus limitaciones y excesos, Snake Eater (Soldier) tiene un extraño encanto. Quizá no sea una obra maestra en términos de dirección o guion, pero sí ofrece un vistazo crudo a la psicología simplista del héroe de acción de los ochenta, ese personaje que parece hecho para una sociedad obsesionada con la resolución instantánea de problemas. La interpretación de Lorenzo Lamas, tan rígida como eficiente, añade una capa de entretenimiento al personaje, que a menudo se convierte en una caricatura del mismo hombre duro que intenta representar.
Conclusión: una película tan excesiva como el propio género
En definitiva, Snake Eater (Soldier) no es una película para el amante de la acción sofisticada ni para quien busque un análisis profundo de la violencia. Es una obra donde los matices son sustituidos por golpes, las emociones por disparos y el desarrollo de personajes por una cadena de explosiones. Y, en su tosca franqueza, hay algo que fascina, porque la película se convierte en un documento de su tiempo, una representación de cómo la cultura popular de finales de los ochenta consumía al héroe macho, implacable e invencible.
Así que, si uno está dispuesto a ver esta película con los ojos del cinismo, o incluso con cierta indulgencia irónica, encontrará en Snake Eater (Soldier) un testamento a una era en la que el valor del héroe se medía en heridas de bala, y donde lo que importaba no era el propósito, sino la pura capacidad de resistencia ante lo absurdo. Una experiencia cinematográfica que, paradójicamente, es más divertida cuando se decide a no tomarla en serio.