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Freddie Francis, aunque tal vez eclipsado por nombres más sonoros de la cinematografía, ocupa un lugar de incuestionable relevancia en la historia del cine. Quizá su nombre no despierte una inmediata chispa de reconocimiento en el público contemporáneo, pero sus contribuciones son palpables en obras que definieron épocas. Francis fue el maestro tras la lente de Dune (1984) de David Lynch, donde transformó el inhóspito desierto de Arrakis en un poema visual de claroscuros y texturas. Su genio fue reconocido con un Oscar por su labor en Tiempos de gloria (1989), en la que retrató con una crudeza lírica los estragos de la guerra. Incluso colaboró con Martin Scorsese en El cabo del miedo (1991), donde el suspense se entretejió con la densidad visual de su fotografía.

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Pero estos logros son tan solo destellos en una trayectoria que comenzó mucho antes. En los años setenta, Francis se sumergió en el universo de la productora Hammer, que erigió un estilo único basado en la teatralidad y el uso expresivo del color, dotando al horror gótico de una identidad inconfundible. Durante este periodo, no solo perfeccionó su arte tras la cámara, sino que también se aventuró en la dirección, aportando una mirada personal y visceral al género. Entre sus contribuciones como director, destaca Condenados de ultratumba (Tales from the Crypt, 1972), una antología que adapta los célebres cómics de la EC, cuyas historias ya eran iconos de la cultura pop gracias a su imaginería macabra y transgresora.

La película, estructurada en cinco relatos unidos por un hilo conductor original, es una exploración de los miedos más primigenios. Desde el momento en que resuenan los acordes de la Tocata y fuga en re menor de Bach, el espectador es sumergido en un ambiente gótico y opresivo, realzado por las atmósferas musicales de Douglas Gamley, cuyas variaciones al órgano enriquecen el tono sombrío de la cinta.

El primer episodio, “…And All Through the House”, protagonizado por Joan Collins, combina de manera perversa el espíritu navideño con un crimen despiadado. En este relato, el uso de los colores saturados y los encuadres cerrados enfatizan la sensación de claustrofobia y peligro. Por su parte, “Reflection of Death” emplea la cámara subjetiva para narrar una historia de traición y karma, aunque esta técnica, ahora algo desgastada, reduce parte de su impacto.

El tercer segmento, “Poetic Justice”, brilla con la presencia de Peter Cushing, quien aporta una interpretación profundamente conmovedora. Su lenguaje corporal y la melancolía palpable en su rostro dotan de una humanidad desgarradora a un personaje que, a pesar de las adversidades, encuentra una macabra forma de justicia. Este episodio, con su carga emocional y su desenlace inquietante, es una joya dentro de la antología.

“Wish You Were Here”, el cuarto relato, ofrece una reinterpretación del clásico cuento La pata de mono de W.W. Jacobs. Aunque no alcanza la intensidad del original, logra capturar la esencia de los deseos como un arma de doble filo, mientras los decorados funcionales y sombríos refuerzan la atmósfera de fatalidad. Finalmente, “Blind Alleys” se erige como el clímax de la cinta. En este relato, la rebelión de los ciegos contra su opresor despliega un diseño escenográfico imaginativo y visualmente inquietante. Los planos que muestran la marcha de los invidentes a través de corredores oscuros son casi pictóricos, generando una mezcla de fascinación y horror.

En cuanto al marco narrativo que une las historias, el trabajo de Ralph Richardson como el misterioso Guardián de la Cripta es impecable. Sus breves apariciones proyectan una autoridad casi divina, dotando de cohesión y significado al conjunto.

La dirección de Francis, aquí más elaborada que en otros de sus trabajos, se caracteriza por una elegante economía de recursos. Los movimientos de cámara son fluidos y precisos, evitando excesos y manteniendo un equilibrio entre lo visual y lo narrativo. Los escenarios, diseñados por Tony Curtis, se integran con naturalidad en la estética cotidiana de los relatos, a excepción de la cripta, cuyo diseño macabro y ceremonial destaca como un espacio de transición entre lo terrenal y lo sobrenatural.

En retrospectiva, Condenados de ultratumba se sitúa como una de las mejores producciones de la Amicus, superada quizá solo por Refugio macabro. Su encanto radica no solo en el carácter atemporal de las historias, sino también en su capacidad para captar las emociones más viscerales del espectador. A pesar de las décadas transcurridas, esta película sigue siendo un testimonio del ingenio y la pasión de Freddie Francis, un nombre que, aunque a menudo relegado a las sombras, merece brillar con luz propia en los anales del cine.