1960 fue un año en que hubo un cambio de paradigma en cuanto a la cinematografía de terror. Alfred Hitchcock estrenaba Psicosis que aún hoy sigue generando lecciones de narración visual, Mario Bava inauguraba los cimientos de un subgénero del terror anglosajón, el llamado giallo italiano —una extensión audiovisual de la colección de novelas policíacas y de misterio Il Giallo Mondadori de portada amarilla y editadas por la casa fundada por Arnoldo Mondadori que derivaría en el gore y el slasher actual,: Por último, Giorgio Ferroni presentaba la primera película de terror italiana en un inédito Technicolor. Por lo tanto El giallo adoptaba toda la policromía, tal como se la conocería luego, así que… había nacido una leyenda. Y sí, fue a partir de “El Molino de las Mujeres de Piedra” (1960) de Ferroni, como el giallo se conviertió en los que conocemos: serie B, terror, sangre, erotismo y mucho color e imaginación.

El cine de terror italiano surje en plena etapa del denomindado “miracolo economico” dentro del Bel Paese. A finales de los años cincuenta aparece una cinta como I vampiri (Riccardo Freda, 1956), que explora una temática prácticamente inédita en el país transalpino, y que da inicio al breve periodo del Gótico Italiano, donde se indaga en conflictos románticos desde una perspectiva muy cercana a la muerte, a lo tétrico como composición y lo fúnebre como motor de arranque sentimental. Unas latitudes situadas en el extremo opuesto a la corriente neorrealista -iniciada una década antes-, que hacía acopio de la miseria social del país para explotar unas virtudes cinematográficas por otro lado indelebles, pero que de alguna manera ya carecía de sentido representar. A través de aquella cinta comenzó a dar sus primeros pasos en la dirección el cineasta Mario Bava, quien terminó de filmarla tras el abandono de Freda de la producción. Y sólo cuatro años después, en 1960, debutaría en solitario en su cometido principal de director con la gloriosa La máscara del demonio, la película que mejor definiría el género gótico. Sin embargo, no debe caer en el olvido un filme del mismo año: El molino de las mujeres de piedra, dirigido por Giorgio Ferroni, puesto que tanto su aportación temática como elegancia estética resultan de todo punto estimables, como veremos a continuación. Resulta curioso, no obstante, que fuera en este mismo año cuando Fellini expusiera la decadente virtud de la nueva economía italiana en La dolce vita, así como que apareciesen dos cintas de tan crítica importancia en el devenir de la historia del cine de terror: Psicosis, de Alfred Hitchcock, y El fotógrafo del pánico, de Michael Powell. Un año bisagra, de una extraña y soterrada coincidencia creativa internacional donde la diversificación de corrientes sociales, estilísticas y psicológicas sembrarían la semilla que abriría paso a una nueva era cinematográfica, expandida años después: la del terror moderno. No obstante, una vez la cámara se adentre en el referido enclave, el terror ya se hará patente, manifestándose directamente en los sugerentes decorados, acaso uno de los hitos del filme. Cráneos ensartados, pequeños bustos y esculturas que remiten a otros tiempos, perfectamente dispuestos, mobiliario, múltiples cruces, libros y telas que son testigos de vivencias y horrores de signo atávico; un sinfín de objetos desperdigados en las impertérritas estancias cuya quietud va a rescabrajarse de un momento a otro, fruto de la locura, la pasión y la muerte cuya combinatoria todo lo aniquila. Y a diferencia del hito artístico que consumaría Bava en su obra maestra fundacional, aquí el gótico se ilumina de color para visibilizar esa crueldad implícita en el decorado, y hacer del cromatismo exacerbado virtud representativa -con el culmen del rojo sangre como parangón de la poesía mortuoria, que drena y dona vida en un balanceo de imposible aquiescencia racional-. Las puertas del color se abrirían de esta manera en la fotografía del terror italiano.

Pero volviendo a la película dirigida por Giorgio Ferroni (autor que regresaría a un género gótico en mixtura con el costumbrismo de época en la también apreciable La noche los de los diablos, de 1972), se trata de un pequeño filme oculto entre tanta gloria, que a su vez bebe argumentalmente de una cinta realizada el año anterior en Francia: la soberbia Los ojos sin rostro, dirigida por Georges Franju. El ideario fantástico del mad doctor –heredado de la productora Hammer- se reformula en éstas en una suerte de poética de la perversidad: ya no hay monstruos inventados, el auténtico malvado es el ser humano que, en cumplimiento de una necesidad vital, se ve obligado a asesinar, no sin cierto retorcimiento (que no remordimiento). Así, en Il mulino delle donne di pietra el aparentemente incólume Profesor Val se rebela finalmente ímprobo en su afán por mantener con vida a su bella hija Elfie, afectada de un extraño mal que le condena indefectiblemente a la muerte bajo cualquier conato de amor en su interior. Situación que le sobreviene tras la llegada al molino -en el cual se encuentra recluida bajo la vigilancia de su padre y el colabor de éste, el doctor Loren- del joven investigador Hans von Arnim. Ya desde los primeros instantes se aprecia una atmósfera enrarecida: ese molino que corona el fondo del río que recorre el ancho del plano se antoja un espectro de difícil aprehensión, un enclave de incómoda presencia; la campana que tocan a la llegada de una nueva barca, que porta rostros de inocencia que acoger en este idílico pueblecito holandés, nos sugiere una remembranza a aquélla resonada por la misma muerte, en uno de los planos más escalofriantes de Vampyr (Carl Theodor Dreyer, 1932); incluso la extrema amabilidad con que los habitantes reciben a Hans -en primer término el profesor Val, sobre cuya sorprendente construcción de una noria teatral compuesta de maniquíes viene a escribir éste-, parece inquietar más que suponer un alivio cara al desprevenido espectador. El carácter turbador de El molino de las mujeres de piedra se desprende, empero, a través de su mismo título, tan sugestivo como elocuente. La semejanza mujer-maniquí que se establece en un primer momento no hace sino destaparse finalmente, revelándose la aterradora verdad de esa relación inexistente, habiéndose traducido el componente humano en un mero despojo, cosa o piedra que, en multiplicación física, cumple la función de adorno, de curioso y sin embargo avasallador entretenimiento museístico parido por mor de una obsesión: la consecución de la perfección imitativa en la creación artística. Este repunte de crueldad temática se encrudece, si cabe, en la explicitación del experimento que lleva a cabo la pareja de residentes, con el aliciente de la mostración de incómodos objetos, como las agujas, en desarrollo de su cometido, la extracción e intercambio de sangre sana y pútrida; la consumación del envenenamiento del cuerpo, la exaltación de la corrupción del alma. Puede que el intercambio de ciertas frases o la incorporación final de una desesperación desmesurada por parte del profesor parezcan desentonar con el equilibrio formal anterior, pero queda fuera de toda duda que el grado de violencia argumental así como una parte clave de su representación en imágenes resultan harto sorprendentes y chocantes, por poco habituales, para la época de esta producción en Italia. Se antoja en definitiva esta cinta como una primera aproximación, bastante acertada y sin apenas necesidad de componenda fantástica, a los ideales de la (sin)razón que merodean la pulsión romántico-mortuoria; cuando la obsesión amorosa supera al juicio racional, haciendo desvanecerse a éste en favor del alumbrado de la llama autodestructiva. Aún sin perder de vista el triunfo del amor puro y verdadero, incorrupto y natural, una falta de perversión que se equilibra mediante la representación de los retorcidos mecanismos del horror, que no por desconocidos e improbables dejan de (re)producirse, aun bajo la apariencia de un enclave racional de índole intelectual. Una joya oculta de muy necesaria revisión.

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