Era principios de los años 80, y Sylvester Stallone ya había dado vida a un personaje que trascendió la pantalla para convertirse en un emblema de la lucha y la perseverancia: Rocky Balboa. Con dos nominaciones al Oscar y el respeto de Hollywood en la palma de su mano, uno podría pensar que su confianza en sí mismo era inquebrantable. Pero, paradójicamente, estaba a punto de enfrentarse a uno de sus mayores temores: haber creado un desastre cinematográfico con el que, décadas después, millones de espectadores se identificarían.
El proyecto en cuestión era Acorralado (First Blood, 1982), la historia de un veterano de Vietnam que deambula por un país que ya no lo reconoce como propio. John Rambo, un hombre forjado en el fuego del combate y marcado por las cicatrices invisibles del abandono, había sido concebido en la novela de David Morrell. Stallone, no conforme con ser solo el rostro del personaje, decidió moldearlo a su manera: menos brutal que en el libro, más humano, más quebrado. Sin embargo, cuando vio el primer montaje de la película, sintió que todo se había derrumbado.








«Era una película tan mala que pensé en comprar los negativos y prenderles fuego», confesó años después en el programa de Howard Stern.
El metraje original se extendía por casi tres horas de lo que él consideraba una tortura cinematográfica. Se veía a sí mismo vagando por el bosque, disparando a un búho—sí, un búho—, y murmurándole insultos en medio de la nada. El diálogo, según su propio testimonio, era tan vergonzoso que resultaba inverosímil. En una escena, un policía le preguntaba: “¿A dónde crees que vas?”, y su respuesta era una absurda referencia cinéfila: “¿Has visto Easy Rider? Pues lo mismo, pero andando”.
El desastre parecía inevitable. Pero Stallone, en lugar de rendirse, tomó una decisión arriesgada que cambiaría por completo el tono del filme: eliminó casi todas sus líneas de diálogo. Hizo de Rambo un espectro silente, un alma herida que expresaba más con la mirada perdida que con las palabras. La película se redujo de tres horas a 90 minutos y, con ese simple acto de autocensura, nació un mito.
Cuando Acorralado llegó a los cines, el público no vio a un soldado enloquecido ni a un asesino despiadado, sino a un hombre roto, alguien que encarnaba el trauma de miles de veteranos que, como él, fueron olvidados por su país. El éxito fue rotundo: con un presupuesto de apenas 15 millones de dólares, recaudó 125 millones y dio inicio a una de las franquicias más emblemáticas del cine de acción.
Pero hubo una batalla que Stallone libró tras las cámaras y que casi cambia el destino de Rambo para siempre. Los productores querían un final heroico, un sacrificio digno de las grandes epopeyas: Rambo debía morir. Stallone se opuso con firmeza. Para él, John Rambo no era solo un personaje, sino una voz para aquellos que habían sido abandonados a su suerte.
«Muchos veteranos van a ver esto y pensarán: ‘¿Entonces mi única esperanza es desaparecer?’ No podía permitirlo. No quería que mi héroe muriera.»
En su lugar, luchó para que Rambo tuviera un monólogo final, uno que condensara la desesperanza de quienes regresaron de la guerra solo para encontrar otra lucha aún más cruel en su propio hogar. Un momento de catarsis donde el personaje dejaba entrever que, aunque estaba perdido, aún había una mínima posibilidad de redención.
Con el tiempo, Acorralado se convirtió en más que una película de acción: fue un testimonio del sufrimiento de toda una generación. Y lo más irónico es que aquella historia, la misma que su creador estuvo a punto de reducir a cenizas, se convirtió en una de las más memorables de su carrera.