Cuando uno quería hacer una película en los años 40s y 50s y no caer en la vulgaridad, solo tenía que llamar a Manuel Berenguer para que se encargase de la fotografía, en ‘Nada’, Edgar Neville al que le gustaba lo exquisito, recurre a Berenguer para que le hiciese de Gregg Toland en Ciudadano Kane. Resultado: una belleza perfecta donde las sombras, lo sordido, las escaleras y los techos nos recuerdan al gran Orson Welles.

Andrea, tras quedarse huérfana, se traslada a casa de unos parientes en Barcelona para cursar unos estudios y con la esperanza de hallar una nueva vida. Sin embargo, todo aquello que esperaba encontrar se queda finalmente en un catálogo de frustraciones, desengaños y desilusiones, que la hacen irse de la ciudad tal y como había llegado: con nada.
Se trata para quien esto suscribe de una genial película, pero debo añadir además que es un film interesantísimo, pues “Nada” supone un cambio absoluto de género en la obra de su autor (de la comedia pintoresca de intriga al drama intimista/familiar) a la vez que no es el propio Neville quien crea una historia original sino que se trata de una adaptación de la novela de Carmen Laforet. Estos dos aspectos la hacen en sí misma interesante pero además la película está bien realizada a todos los niveles, incluso mejor realizada que otras obras originales del propio Neville y cuenta como hemos dicho con una poderosa fotografía del genio Manuel Berenguer.
Lo que Neville busca y logra suficientemente con “Nada” es plasmar la sociedad de postguerra en Barcelona con la falsa moral como bandera de sus actos (la familia de Andrea es un dechado simbólico y abrumador de todo ello; ahí es dónde ahora radica el pintoresquismo, en esta familia flagelante, amoral y retorcida para la humilde e incauta Andrea).

Alejada formalmente del cine habitual de Neville, totalmente atípica a su estilo luminoso y alegre, donde abunda los planos en contrapicado, la cámara enfocando a los personajes desde abajo, dejando ver los techos bajos, lo que hace que el ambiente sea más agobiante y claustrofóbico sobre los personajes, estéticamente casi una obra barroca, gracias al operador Berenguer, muy influido por Gregg Toland y el cine de Orson Welles. Neville quería reproducir con las imágenes el ambiente hosco y duro que reflejaba la novela, el cineasta quería alejarse de las historias de amor romántico y las películas históricas de cartón piedra que estaban en auge en la España de los 40. Una película algo desigual, precipitada en su narración, pero no carente de interés.