Gerard Butler: el último heraldo del cine de acción clásico

Gerard Butler: el último heraldo del cine de acción clásico

Hubo un tiempo en el que el héroe de acción era un forajido contemporáneo, un alma errante que, al igual que los protagonistas del western clásico, encontraba su redención en la violencia justiciera. Eran tipos endurecidos por la vida, pero con una fragilidad oculta en la mirada, guerreros solitarios que no encajaban en la sociedad, pero que acababan salvándola a pesar de sí mismos. Hoy, en un paisaje cinematográfico plagado de musculaturas aceitosas y chulerías de gimnasio, hay un hombre que parece un vestigio de aquella estirpe, un último mohicano que aún respira la esencia perdida del cine de acción de los 80: Gerard Butler.

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Si se observan con atención los rostros de los colosos de aquel cine, se advierte en ellos algo más que el simple hieratismo de los tipos duros. Stallone, con su mirada errante y melancólica, cargaba con un aura de derrota incluso cuando vencía. Mel Gibson, con sus ojos incendiados de locura y redención, era un héroe con cicatrices en el alma. Incluso Schwarzenegger, pese a su armadura de imbatibilidad, transmitía cierta nobleza primitiva, un carácter casi mitológico. Todos ellos estaban lejos de los estereotipos de bar de copas que han terminado por definir el arquetipo del héroe moderno, esa suerte de galanes de gimnasio con carisma de cartón piedra.

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Gerard Butler: el último heraldo del cine de acción clásico

Gerard Butler pertenece a otra raza. Su mirada no es la del bravucón ni la del playboy, sino la del hombre que ha conocido el fracaso y ha sobrevivido a él. En su rostro hay cicatrices invisibles, un cansancio latente, una gravedad que evoca a los duros de antaño. En 300 (2006), donde encarnó a un rey espartano convertido en mito, su rugido de batalla tenía el eco de las viejas epopeyas, pero su mirada era la de un hombre que sabía que la gloria estaba condenada a desvanecerse. Ahí comenzó la senda de Butler como último guerrero de un cine en extinción, un sendero que ha seguido con películas como la trilogía de Has Fallen, Juego de ladrones (Den of Thieves, 2018) o Greenland (2020), donde encarna personajes de carne y hueso, con miedos y fatigas, alejados de la artificiosidad de los últimos action heroes.

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Lo que distingue a Butler de figuras como Jason Statham o Dwayne Johnson es su absoluta carencia de cinismo. No hay en él el guiño posmoderno ni la arrogancia de quien se sabe una caricatura del género. En su interpretación hay una entrega sin ironía, una fé ciega en la ficción, como si se hubiera quedado anclado en un tiempo donde el cine de acción era más que una exhibición de testosterona y efectos visuales. Su Big Nick en Juego de ladrones no es solo un poli endurecido, sino un hombre al borde del abismo, un tipo que transpira cansancio existencial mientras juega su última partida en un mundo de depredadores. Su Mike Banning en la saga Has Fallen no es un superhéroe disfrazado de humano, sino un guerrero herido que sigue luchando porque no sabe hacer otra cosa.

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Este es el Butler que ha heredado el alma de los héroes de los 80, no solo en su físico imponente, sino en su capacidad para proyectar vulnerabilidad tras el acero. Butler es un eco de Gary Cooper y de Charles Bronson, de Eastwood y de McQueen, una anomalía en una era donde los héroes han cambiado la mirada extraviada del vagabundo por la pose estudiada del influencer. A sus 55 años, sigue siendo un titán de la acción sin necesidad de travestirse en una parodia de sí mismo. Mientras otros encadenan franquicias huecas y personajes de videojuego, Butler sigue encarnando hombres de carne y hueso, con cicatrices y pesares, que se ven obligados a ser héroes en un mundo que no está hecho para ellos.

Tal vez, en un futuro, cuando el cine de acción haya quedado reducido a un parque temático de CGI y frases prefabricadas, alguien vuelva la vista atrás y descubra que, en pleno siglo XXI, hubo un hombre que mantuvo viva la llama de los viejos héroes. Y entonces, el nombre de Gerard Butler brillará como el último eslabón de una estirpe olvidada.

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