Cuando crecer dolía, la amistad olía a tierra mojada y las bicicletas eran naves hacia lo desconocido
Prólogo: el umbral encantado
Hubo un tiempo en que la infancia no era una interfaz de color pastel ni un algoritmo de gestos precodificados. Era piel, sudor, tierra en las rodillas y un miedo eléctrico al mundo adulto. El cine de los años 80 supo capturar esa experiencia como si atrapara luz en un frasco: la mezcla de libertad absoluta y tragedia incipiente. Era el cine del verano eterno que, como todo lo eterno, acababa.
Aventura, peligro y polvo dorado
Cuenta conmigo, Los Goonies, Exploradores, E.T., El secreto de la pirámide… En todas ellas, los niños aún eran cuerpos reales, filmados bajo el sol y no bajo un aro de luz LED. El polvo del camino, el chirrido de la bicicleta, el sudor en la frente: todo era verdad. No eran series escolares plastificadas, sino travesías iniciáticas.

La infancia era un territorio salvaje que no necesitaba CGI. Solo bastaban un bosque, una linterna, una promesa. La aventura tenía consecuencias. Y la cámara lo sabía.
El cuerpo infantil filmado con reverencia
Esos cuerpos pequeños eran filmados con la misma gravedad que un héroe de acción o una actriz de cine negro. Cada lágrima tenía peso. Cada gesto era un rito. Hoy, el cine infantil tiende al histrionismo o la burbuja digital. Aquel cine los observaba como quien registra una tribu ancestral a punto de desaparecer.
La bicicleta era un tótem. La linterna, una espada mágica. La primera cicatriz, el comienzo de la conciencia.
El fin de la inocencia y el último verano
La infancia filmada en 35mm tenía olor: a sudor seco, a camiseta vieja, a miedo nocturno. Había casas oscuras, adultos ausentes, secretos bajo el porche. Y cuando llegaba el final, el espectador también perdía algo. Era un cine del duelo sin palabras, donde los veranos se terminaban de verdad.
Hoy, en cambio, los veranos son bucles sin tiempo, y la infancia, un set sin polvo.
Epílogo: volver al árbol caído
Es tiempo de volver al bosque, a los charcos, a la linterna que parpadea. De filmar la infancia no como mercancía, sino como tragedia mágica. Porque la niñez, en su forma más pura, fue siempre un relato gótico disfrazado de luz.
Y el cine, cuando era arte físico, lo supo narrar con el silencio exacto de una tarde que ya no volverá.