El último combate de Billy: La batalla no vista en Depredador (1987)
«Un grito. Nada más. Y sin embargo, en ese alarido sin rostro se escribe una de las páginas más nobles del cine de acción: la despedida silenciosa del guerrero Billy Sole.»
Hay escenas que el cine no muestra, pero que la memoria colectiva insiste en completar. En la selva húmeda, caliente y ominosa del clásico Depredador (1987), dirigida por John McTiernan, hay un instante de silencio brutal, casi sagrado: el guerrero sioux Billy, sabedor de su inminente final, detiene su marcha, se despoja de armas, camisa y miedo, y permanece erguido, como un tótem ancestral, sobre un tronco que se abre al abismo.
El enemigo acecha. Invisible. Sobrenatural. Incomprensible. Pero Billy ha dejado de huir. Ya no quiere sobrevivir. Quiere resistir. Quiere morir de pie. Y en ese gesto —más espiritual que militar, más ritual que táctico— se escribe la elegía de un hombre que se convierte en símbolo.
Dos Cazadores, Un Destino
Hasta ese momento, el personaje interpretado por Sonny Landham había sido el más silencioso del grupo. Hombre de pocas palabras, mirada larga y alma cargada de intuición primitiva, Billy comprendía mejor que nadie que el enemigo no era humano. Que aquello que los acechaba desde los árboles no era un soldado ni un animal, sino una voluntad de caza hecha carne.
Él lo olió antes que nadie. Lo presintió. Lo aceptó.
Por eso su última decisión —quedarse atrás, hacer frente a la criatura, entregarse al combate cuerpo a cuerpo— no es sólo una estrategia de distracción, sino un acto sagrado, casi chamánico. Billy no se sacrifica solamente para ganar tiempo. Billy ofrenda su cuerpo como última ofensa, como desafío guerrero ante una bestia cósmica que presume cazar a lo más fuerte de cada mundo.

El Combate que No Vimos, Pero Escuchamos
El cine nos roba la imagen, pero nos deja el sonido. Un grito salvaje, que estalla entre los árboles como un relámpago en la selva. Un lamento que no es de dolor, sino de furia. Un rugido de hombre que se eleva para morder al cielo.
No hay cámara, no hay coreografía, no hay plano que recoja ese duelo. Y sin embargo, todos lo hemos visto en nuestra imaginación: Billy y el Depredador frente a frente, sobre el tronco ceremonial, sin barreras. Cuchillo contra garras. Piel contra placas. Grito humano contra zumbido alienígena.
Tal vez el cuchillo se clavó una vez. Tal vez la sangre del extraterrestre, verde y luminosa, manchó el pecho de Billy. Tal vez, por un segundo, el Depredador comprendió que el hombre frente a él no tenía intención de sobrevivir, sino de arder, de morder, de despedirse con honor.
Y aún así, cayó. Porque ni la valentía más pura puede torcer la fuerza de un cazador que ha cruzado galaxias para coleccionar cráneos.

Billy: Mito y Mártir
La muerte de Billy Sole no se muestra porque no necesita mostrarse. Es una ausencia narrativa que se llena de épica. Es el instante en que el cine, como los mitos antiguos, deja que el espectador complete la gesta con su imaginación.
En su lucha invisible, Billy se transforma en leyenda. No es ya el explorador de un escuadrón militar, sino la encarnación del espíritu ancestral del cazador. Es Aquiles sin armadura. Es Cuauhtémoc frente al fuego. Es el último mohicano, el último sioux, el último hombre de la Tierra que decide mirar a la muerte a los ojos y susurrarle: “Aquí estoy.”
Epílogo en la selva
Cuando Dutch (Arnold Schwarzenegger) escucha el grito a lo lejos, sabe que Billy ha caído. Pero también sabe que, por unos minutos más, está vivo gracias a él. Que la selva rugió porque alguien decidió plantar el pie y resistir.
Billy no necesitó una cámara que lo encuadrase. Su cuerpo quedó oculto entre el lodo y la sangre, pero su figura se alza inmensa, espectral, imperecedera.
En el rincón invisible de Depredador, donde el cine calla, nace el duelo más heroico de su historia.