El cazachicas (1987): entre golfo y doncella, el fulgor crepuscular del amor ochentero
Hay películas que nacen para ser grandes, y otras —las más afortunadas— nacen para ser pequeñas, cálidas y peligrosamente encantadoras. El cazachicas (1987), esa peculiriada menor y hoy algo olvidada del catálogo adolescente de la Fox, pertenece con honor a la segunda estirpe. Bajo el pretexto de una comedia ligera sobre un ligón empedernido y una muchacha inalcanzable, se esconde un film que destila la melancolía brillante del cine ochentero: ese instante mágico en el que el artificio adolescente se rozaba con la emoción verdadera.
Robert Downey Jr., aún con el aura de chico malo de Hollywood sin redención, interpreta a Tony Casella, un buscavidas de rostro perfecto y corazón enredado. No es más que otro donjuán de instituto con chupa de cuero, mirada afilada y verbo fácil. Pero lo que comienza como un juego —acostarse con chicas guapas para ganar una apuesta, cumplir una lista o quizás solo llenar el vacío— se tuerce, como suele suceder, cuando aparece ella: Molly Ringwald, con ese gesto entre tímido y feroz que la convirtió en musa irrepetible de una generación. Su personaje, Lila, es más que la chica deseada: es una herida con piernas, una historia sin resolver, una melodía triste en una fiesta llena de sintetizadores.

La película podría haber sido una más entre tantas, pero no lo es. Porque detrás de ese guion funcional se esconde una puesta en escena luminosa, sensible y con un ojo inesperadamente culto: nada menos que Gordon Willis, el príncipe de las sombras, el fotógrafo de El Padrino, prestando su mirada a este cuento de suburbios soleados y pasillos de instituto. Sus encuadres elevan el relato, visten de elegancia las inseguridades juveniles, y tiñen los planos más simples de una nostalgia dorada, casi sepia, como si estuviésemos mirando los últimos días de una inocencia a punto de ser devorada por la adultez.
Y sin embargo, lo que realmente asombra —lo que convierte a El cazachicas en algo más que una simple postal juvenil— es la insólita categoría de su reparto adulto. Porque en una cinta ideada como vehículo comercial para el lucimiento de dos astros adolescentes en su apogeo —Robert Downey Jr. como pícaro encantador y Molly Ringwald como melancólica musa ochentera—, sorprende que orbitando a su alrededor encontremos nombres del peso de Harvey Keitel, Danny Aiello y Dennis Hopper.

No hablamos aquí de simples cameos o presencias decorativas. Hablamos de tres tótems del cine norteamericano, tres figuras con biografías fílmicas que abarcan desde el realismo sucio hasta el delirio psicodélico, desde la tragedia urbana hasta la lírica mafiosa. Su presencia en este contexto no responde al capricho ni al azar, sino a esa libertad que el cine de los 80 aún se permitía: la de mezclar sin pudor lo elevado con lo ligero, lo actoral con lo hormonal.
Que una comedia dramática adolescente, pensada con lógica de taquilla para las carpetas de instituto, se permita contar en su elenco con tres intérpretes de semejante calibre es prueba de una época donde incluso los productos menores aspiraban, con naturalidad, a la grandeza.

El cazachicas no cambia el mundo. No busca reinventar el género. Pero su valor radica justamente ahí: en mostrarnos cómo, en los años ochenta, incluso la más pequeña de las películas podía permitirse ambicionar belleza, sinceridad y emoción. En un tiempo donde las comedias adolescentes actuales se ahogan en ironía o se escudan en algoritmos, este film parece un susurro sincero, un poema de pasillos vacíos y corazones en construcción.
Y lo más importante: recuerda que todos fuimos alguna vez Tony o Lila. Que todos quisimos huir del rol que nos impusieron. Que todos perseguimos una mirada, una promesa, una redención.
Y que, a veces, el cine también se enamora. Aunque solo dure 97 minutos.