La bestia del mar y el eco de los colmillos digitales: ‘Tiburón blanco’ (2025) | Descargas torrent

‘Tiburón blanco’ (2025) | Descargas torrent

La bestia del mar y el eco de los colmillos digitales: ‘Tiburón blanco’ (2025)

En un océano saturado de remakes, fórmulas recicladas y bestias sin alma, Tiburón blanco: la bestia del mar (2025) emerge como un curioso ejemplar: no una joya, no una catástrofe, sino ese tipo de criatura cinematográfica que uno contempla con mezcla de fascinación morbosa y una pizca de esperanza. Porque incluso en el error hay a veces verdad, y hasta en el más artificial de los tiburones puede latir una chispa de espectáculo.

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Dirigida por el australiano Magnus Feld —nombre nuevo en estas aguas pero que demuestra cierto olfato para el ritmo—, la película se inscribe en la ya larga tradición del «sharkploitation», ese subgénero que vive y muere a dentelladas de CGI y gritos desesperados. La premisa es tan simple como prometedora: una isla remota, una familia marcada por un pasado trágico, y un tiburón albino de proporciones mitológicas que surge del abismo para ajustar cuentas con la humanidad.

Lo más notable del film no es su historia —que recorre lugares comunes con bastante desparpajo— sino su voluntad de ofrecer espectáculo sin pedir disculpas. La criatura digital, aunque lejana de la elegancia artesanal del Bruce spielbergiano, posee un diseño inquietante y una presencia constante que no teme mostrarse. En lugar de sugerir, el filme enseña; y aunque eso debilita la tensión, añade cierto sabor a parque temático que, si se acepta el juego, puede ser disfrutado sin vergüenza.

La actriz Kate Munroe lleva el peso dramático con dignidad, aportando a su personaje una capa de trauma contenida que le otorga algo más de densidad al conjunto. Eric Roberts, por su parte, hace lo que sabe: robar cada plano en el que aparece, incluso cuando el guion le obliga a hablar de «territorio espiritual de los depredadores» con cara seria.

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Hay errores, sin duda: los diálogos oscilan entre lo funcional y lo involuntariamente cómico; la música insiste demasiado en marcar el miedo, y los efectos visuales, por momentos, rozan lo cartoon. Pero en medio de todo eso, Tiburón blanco posee una cualidad que escasea en muchas producciones de plataforma: la voluntad de entretener. No pretende ser arte, ni tesis sobre el miedo, ni deconstrucción posmoderna del monstruo. Quiere ser un espectáculo de verano. Y lo es.

Quizás no recordemos esta película dentro de diez años, pero sí podremos decir que en un verano dominado por franquicias sin alma y dramas pretenciosos, hubo un tiburón albino, desmesurado y algo kitsch, que nos recordó —aunque fuera un instante— que el cine también puede ser juego, rugido y sal marina digital.

A veces, en la superficie de lo trivial, se agita todavía una ola.

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