Latidos de pánico (1983): cuando el giallo se viste de luto español y delirio gótico
Hay películas que parecen rodadas en el reverso de un espejo, obras que exhalan una belleza enferma, como si cada plano fuera una exhalación de fiebre en una casa encantada por su propio pasado. Latidos de pánico (1983), dirigida por el inimitable y escurridizo Juan Piquer Simón, pertenece a esa estirpe de films donde la lógica es un capricho, el estilo una posesión, y la atmósfera, un pacto con lo macabro.
El giallo ibérico: una pesadilla con acento castellano
El filme —también conocido como Heartbeat o The Possessed en mercados internacionales— se adentra sin tapujos en el terreno del giallo italiano, pero con una idiosincrasia marcadamente española. Hay puñaladas, alucinaciones, mujeres hermosas encerradas en mansiones góticas, música intrusiva, erotismo mórbido y sangre, sí… pero no estamos en la Roma de Argento o en la Florencia de Fulci. Estamos en un lugar más cercano al Valle de los Caídos que al Coliseo, más turbio que sensual, más casposo que sofisticado, pero por ello mismo absolutamente fascinante.
Piquer Simón, recordado por joyas de culto como Slugs (1988) o La grieta (1989), abandona aquí los efectos especiales viscósicos para sumergirse en el drama psicológico trastornado. Pero no se engañe nadie: esto no es Bergman, esto es Bergman tras haber pasado un fin de semana con Jess Franco y haber bebido de más en un hotel de Benidorm.

Una mujer, una mansión, un eco de locura
La trama —como dictan las reglas del género— es menos importante que su textura onírica. Una escritora (interpretada por la icónica actriz de culto, Julia Saly) se instala en una mansión heredada tras la muerte de su esposo. Pero los ecos del pasado se enredan con el presente en forma de apariciones, voces espectrales y presencias ominosas. El horror no llega con estruendos, sino con susurros, con miradas extraviadas, con puertas que se abren solas y espejos que reflejan lo que no debe ser visto.
El título no engaña: lo que escuchamos durante todo el film son latidos, palpitaciones, ruidos del cuerpo que se entremezclan con los sonidos de la mente. Una película sobre la locura femenina, la represión, el deseo y la venganza —envueltos en papel de celofán manchado de sangre.

El erotismo, el trauma y el palacio de los suspiros
Como muchas obras del fantaterror español, Latidos de pánico es heredera del erotismo mortuorio de Poe, del sadismo de La residencia, y del folletín perverso de las novelas de kiosko. Las escenas de cama, filmadas con una lascivia casi infantil, conviven con momentos de verdadera desazón psíquica. El cuerpo femenino es aquí fuente de deseo, pero también de culpa y castigo. Todo ello filmado entre muebles barrocos, cristales rotos, muñecas rotas y fantasmas del franquismo latentes en las paredes.
Un arte povera del terror
La precariedad presupuestaria —marca de la casa— no resta sino que añade. Las carencias técnicas se convierten en estilo involuntario. La fotografía es de una sordidez entrañable. Los zooms desaforados, las transiciones ridículas, los efectos sonoros sin calibrar: todo contribuye a una estética de lo abyecto, de lo grotesco, de lo sublime por exceso. Latidos de pánico es, sin quererlo, una muestra espléndida de ese “arte povera del terror” que fue el fantástico español de los 70 y 80, antes de que lo enterraran los videoclubs y el olvido institucional.

Legado de una pesadilla olvidada
Hoy Latidos de pánico respira como una obra zombie: muerta para el gran público, pero viva en los corazones de los cinéfilos de culto, los arqueólogos del VHS, los adoradores de lo insólito. No es una película buena en el sentido académico, pero es inolvidable en el sentido del alma. Hay algo profundamente auténtico en su delirio, en su torpeza encantadora, en su valentía de mostrarlo todo sin filtros ni ironía.
Es, como su protagonista, una mujer rota que sigue caminando entre los escombros de un palacio donde la muerte no ha terminado de instalarse. Una joya ennegrecida por el tiempo, pero cuyo brillo —aunque tenue— sigue latiendo.