Ver o descargar pesadilla entre pompones: una crítica culta (y deliciosamente sucia) de Nightmare Sisters (1988)

Hay películas que se abren paso a codazos entre la mugre del videoclub, que no piden permiso para existir ni disculpas por su impudicia. Nightmare Sisters (David DeCoteau, 1988) es una de esas criaturas nocturnas, de pechos inflables y alma gomosa, nacida en los márgenes del cine industrial como un eructo dulce tras un atracón de Cheetos y porno blando.

Pero que nadie se confunda: bajo su apariencia de broma universitaria y su presupuesto ridículo (la leyenda dice que se rodó en cuatro días y en una sola localización: la propia casa del director), Nightmare Sisters es también un ejemplo subterráneo de cómo el cine de serie B, cuando se deja poseer por la desvergüenza y el placer, puede convertirse en un espejo grotesco de los deseos y represiones de una época.

El argumento: magia negra y lencería barata

La premisa no podría ser más gloriosamente absurda: tres chicas torpes, solitarias y socialmente ineptas —interpretadas por Linnea Quigley, Brinke Stevens y Michelle Bauer, las tres grandes sacerdotisas del “scream queenismo” ochentero— organizan una sesión de espiritismo para impresionar a tres nerds universitarios aún más lamentables que ellas. Pero el ritual se tuerce (por supuesto), y las chicas se transforman en versiones demoníacamente sexis de sí mismas, ávidas de sexo, sangre y comedia involuntaria.

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La película no tiene estructura narrativa en el sentido clásico. Su lógica es la del fetiche: se trata de mostrar cómo unas actrices cambian de gafas gruesas a lencería de encaje, de meter plano tras plano de baños de espuma, felaciones a flautas (sí, literal) y poses demoniacas de catálogo erótico. Lo que parecería puro exploit es, en realidad, una performance involuntaria sobre lo que significa “actuar” en el mundo del softcore de los ochenta.

Una sátira del deseo nerd

Nightmare Sisters no se contenta con ser erótica: es autoconscientemente ridícula. En un cine de terror adolescente plagado de cheerleaders sin carácter, DeCoteau propone aquí una vuelta de tuerca: las chicas no son deseables hasta que están poseídas, es decir, hasta que su sexualidad ya no les pertenece, hasta que no son ellas mismas. La comedia surge de ese desequilibrio entre la torpeza original y la monstruosa hipersexualización posterior. Y el resultado es inquietante: ¿nos reímos de las chicas o de los chicos? ¿De lo que deseamos o de cómo deseamos?

Hay en esta película una burla feroz al imaginario masculino nerd: el deseo de la chica “fuera de tu liga” se convierte aquí en una maldición literal, una pesadilla (de ahí el título). El chico que fantasea con la mujer ideal acaba encadenado, aterrado o devorado. ¿No es esa, en el fondo, la esencia del erotismo masculino reprimido? ¿Desear algo que no puedes controlar, que no deberías haber tocado?

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Linnea Quigley, musa del exceso

Si hay una razón para ver esta orgía de terciopelo barato y neones rosados, es ella: Linnea Quigley. Capaz de convertir cada línea de diálogo en un acto de striptease y cada gruñido en una declaración política, Quigley entiende el subtexto mejor que nadie. Junto con Brinke Stevens y Michelle Bauer, forma un trío que no actúa: escupe clichés con tanto descaro que el cliché se retuerce, se subvierte y se vuelve arte.

Las tres saben que están haciendo cine basura. Y sin embargo, lo hacen con la dedicación de una actriz de Bergman. Esa es la clave: Nightmare Sisters no quiere engañar a nadie. Pero tampoco se traiciona. Se entrega al absurdo con una seriedad temblorosa, como quien baila desnudo en una iglesia vacía.

Conclusión: el éxtasis de lo cutre

Nightmare Sisters no es buena. Pero es gloriosa. No es terror, no es comedia, no es porno: es una acumulación de errores y aciertos convertidos en identidad. Es el cine como acto de fe en la desnudez, el género y el VHS. Es la película que veías a escondidas cuando tus padres dormían, convencido de que estabas cometiendo un pecado delicioso.

Y sí, lo estabas.

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