Tras las líneas enemigas: la reivindicación tardía de un thriller de acción con alma de blockbuster
En el año 2001, Tras las líneas enemigas fue recibida con cierta indiferencia por la crítica y el público, considerada entonces un producto funcional, pero sin el brillo ni la fuerza icónica de otras cintas de acción de la época. Sin embargo, más de dos décadas después, la película de John Moore ha adquirido un inusitado vigor dentro de la cinefilia retrospectiva, posicionándose como una joya subestimada del cine de acción de principios de siglo. Su revisión actual no solo evidencia las virtudes de un cine de género sólido y efectivo, sino que también expone, casi de manera involuntaria, las carencias del cine espectáculo contemporáneo.
La película se construye como un thriller bélico de alto voltaje que, sin el refinamiento narrativo de un Black Hawk Down (2001) o el espectáculo visual de un Pearl Harbor (2001), consigue una identidad propia a partir de su estilización visual, su sentido del ritmo y su apego a las estructuras clásicas del cine de supervivencia. Con claras influencias de Tony Scott, Moore opta por una puesta en escena vibrante, cargada de filtros azulados y un montaje nervioso que enfatiza la tensión constante. Si en los años 80 Scott marcó un antes y un después con Top Gun (1986), Tras las líneas enemigas parece una especie de experimento previo a lo que más de veinte años después se materializaría en Top Gun: Maverick (2022). La fascinación por los aviones de combate, la exaltación de la destreza militar y la testosterona desbordante son elementos compartidos, aunque aquí filtrados a través de un prisma menos heroico y más angustiante.

Gene Hackman, en uno de sus últimos papeles importantes, eleva el material con su sola presencia, dotando de una gravedad absoluta al comandante que lidera la operación de rescate. Su mera aparición en pantalla es un recordatorio de una era en la que las películas de acción aún se sostenían sobre figuras de carácter, actores con peso escénico y no simples estereotipos de héroes contemporáneos. Frente a él, Owen Wilson, habitualmente vinculado a la comedia, demuestra una versatilidad notable en su papel de piloto derribado, aportando la vulnerabilidad necesaria a un personaje que se ve forzado a la supervivencia en un terreno hostil.
A diferencia de los blockbusters contemporáneos, Tras las líneas enemigas no se apoya en un festival de CGI para sostener su espectáculo, sino que explora el impacto físico de la acción con una fotografía cruda y una tensión bien dosificada. Moore, quien parecía perfilarse como un heredero del cine de acción visualmente sofisticado de Scott y Bruckheimer, nunca alcanzó la consagración definitiva, diluyéndose en una filmografía que jamás capitalizó el potencial aquí demostrado.

La revalorización de la película no es casual: vivimos en una era en la que la nostalgia ha convertido al cine de los 80 en un punto de referencia constante, y es cuestión de tiempo para que los primeros años 2000 reciban el mismo trato. En un período donde el cine de gran presupuesto aún apostaba por la fisicidad de la acción y el espectáculo basado en lo tangible, películas como tras las líneas enemigas se sienten hoy como un eco de una artesanía cinematográfica que lentamente se ha ido diluyendo en el exceso digital y en guiones cada vez más desprovistos de riesgo.
Sin ser una obra maestra, tras las líneas enemigas es un recordatorio de que el cine de acción, cuando se construye sobre una base firme de tensión, atmósfera y ritmo, puede trascender su aparente simpleza y convertirse, con el tiempo, en un placer cinéfilo inesperado. Su reivindicación actual es, en el fondo, una reivindicación de un cine que aún creía en el impacto directo de la imagen y la emoción primaria de la aventura sin artificios innecesarios.
