La adaptación cinematográfica de The sailor who fell from grace with the sea (1976), dirigida por Lewis John Carlino —quien debutaba en la dirección tras una sólida carrera como guionista—, constituye un ejercicio de traslación cultural osado y atmosférico. Basada en la perturbadora novela de Yukio Mishima, la película traslada la acción desde la brumosa Yokohama hasta las costas rocosas de Dartmouth, en Devon, convirtiendo el exotismo japonés en un lirismo melancólico típicamente británico. Este cambio geográfico, lejos de diluir la densidad simbólica del texto original, la adapta a un nuevo paisaje emocional: el del deseo contenido y la violencia ritualizada entre acantilados batidos por el viento.

La cinta se vio rodeada de un halo de escándalo desde su estreno, debido principalmente a la naturaleza carnal y sugestiva de las escenas entre los protagonistas, Sarah Miles y Kris Kristofferson. No se trató simplemente de un recurso narrativo, sino de una declaración estética en sí misma: los cuerpos, sus texturas, el juego entre lo velado y lo explícito, se transforman en metáfora del cruce entre mundos —la adultez solitaria y madura, representada por la viuda interpretada por Miles, y la masculinidad nómada, sensual y errante del marino encarnado por Kristofferson. La promoción no hizo sino avivar el morbo: ambos actores posaron desnudos para Playboy, fundiendo realidad y ficción con imágenes de alto voltaje erótico que, más allá de lo promocional, reforzaban la sensualidad grave que impregna la película. Kristofferson, que reconoció haber estado ebrio durante la sesión fotográfica, imprimió en su personaje una corporeidad vulnerable y viril, profundamente creíble.

El erotismo de Los días impuros del extranjero no es superficial ni gratuito. Es un erotismo otoñal, marcado por la melancolía del tiempo perdido, que contrasta con la violencia incipiente y siniestra de los adolescentes que rodean al hijo de la viuda. La relación carnal entre los adultos está filmada con un tono elegíaco, como si cada caricia fuese ya un presagio de muerte. El sexo aquí no redime, sino que expone: cuerpos que se buscan para desafiar la soledad, mientras los ojos infantiles —fríos, clínicos, inmisericordes— los observan desde la sombra.

El personaje del «Jefe» (Earl Rhodes), una figura fascinante y turbadora, encarna la perversión de la lógica de poder. Con una inteligencia precoz y una crueldad contenida, lidera una cofradía de púberes con rituales misóginos, autoritarios y casi místicos. El joven Jonathan (Jonathan Kahn), hijo de la viuda, es absorbido por esta secta de adolescentes misántropos que ven en el marinero una amenaza a su mundo cerrado, idealizado y cruelmente infantil. En esa dialéctica entre el deseo maduro y la pureza siniestra de la infancia, la película se adentra en los territorios que Mishima frecuentaba: el cuerpo como campo de batalla moral y la muerte como forma suprema de belleza.

La realización formal de Carlino está impregnada de una sensibilidad sofisticada. Sus encuadres pausados, la cadencia de los encadenados visuales, y una música que actúa más como susurro que como comentario, crean un clima enrarecido que evoca lo ceremonial. La fotografía de Douglas Slocombe, siempre sobria pero cargada de tensión latente, enriquece el paisaje con una sensualidad mineral. Las escenas nocturnas en las guaridas secretas de los muchachos, llenas de silencios y gestos mínimos, tienen la densidad de una misa negra.

El reparto brilla con naturalidad inquietante. Sarah Miles —eterna musa del deseo melancólico— aporta fragilidad y deseo contenido, mientras que Kristofferson, con su virilidad tranquila, parece un Ulises exiliado de toda épica. Pero son los adolescentes quienes dan al filme su tono más perturbador: Kahn, con una mirada gélida que recuerda al Barry Lyndon de Kubrick, y Rhodes, cuya altivez serena transforma al «Jefe» en una criatura casi dostoievskiana, un niño-filósofo perdido en el abismo de su propio nihilismo.

En definitiva, Los días impuros del extranjero no es solo una historia de amor trágico y crimen incipiente, sino un tratado fílmico sobre el deseo como transgresión y la infancia como territorio oscuro, donde se fraguan ideologías de sangre bajo la apariencia de inocencia. Un film tan bello como venenoso, cuya carnalidad, lejos de lo escandaloso, roza lo sagrado.