El dragón gris del videojuego: Summer Game Fest 2025 y el eclipse de la alegría
En la madrugada, mientras millones de ojos insomnes esperaban vislumbrar el fulgor del futuro interactivo, se desplegó en escena el Summer Game Fest 2025, esa suerte de altar mediático donde Geoff Keighley oficia, una vez más, una misa visual sin epifanía. Pero lo que allí se ofreció al espectador no fue pan fresco ni vino nuevo, sino ceniza: un desfile de títulos intercambiables, bañados en tonos de plomo y horneados con el mismo molde narrativo de siempre —violencia cruda, distopía sin poética, cinismo embotellado como combustible visual.
El color ha desaparecido. No hay alegría, no hay excentricidad, no hay chispa infantil, ni humor vital. Solo la promesa constante del apocalipsis: cuerpos arrastrándose por suelos sucios, héroes con mandíbula tensa y mirada hueca, escenarios tan saturados de gris y rojo sangre que podrían intercambiarse entre diez juegos sin que nadie lo notara. La paleta cromática parece dictada por el departamento de márketing de una funeraria cyberpunk.
La industria, al menos la que se exhibe en estos templos mediáticos de Occidente, parece estar atrapada en un ciclo de autorrepetición nihilista. Todo es “cinemático”, todo quiere ser “serio”, todo se inclina a lo oscuro, como si la profundidad solo brotara desde el sufrimiento y nunca desde el gozo o la maravilla. El juego, el juego, ha sido secuestrado por una narrativa donde la única manera de conmover es ensangrentar al jugador.
Y en medio de este páramo de clones armados y ruinas en 4K, no es casual la ausencia de Nintendo. Su negativa constante a participar en estos rituales de humo y trailer parece cada año más lúcida. No es un acto de rebeldía, sino de preservación: preservar la inocencia, el color, la sensación lúdica que da sentido a la palabra “videojuego”. La Gran N, con sus mundos poblados de hongos, galaxias cantarinas y aldeas encantadas, se convierte hoy no solo en la excepción, sino en la resistencia.
El Summer Game Fest se ha transformado en el espejo de un mercado que se toma demasiado en serio a sí mismo, atrapado en su espejismo triple A, donde la agenda woke no enriquece ni sacude —como podría—, sino que se convierte en pose vacía, en discurso mecánico para disfrazar productos que, de fondo, son los mismos shooters sin alma de siempre. La representación se vuelve rutina, y la diversidad, check-box corporativa. Lo político, lejos de elevar, se instrumentaliza.
Lo que duele no es la oscuridad, sino su gratuidad. Que no se entienda este lamento como un llamado a la risa tonta y al unicornio digital. El videojuego puede y debe tocar lo trágico, lo marginal, lo político, lo complejo. Pero lo que se presentó esta madrugada fue un mural monocorde de desánimo sin imaginación. La tragedia, para que importe, necesita belleza. Y aquí la belleza ha sido expulsada.
Vivimos una época en que las herramientas creativas son más poderosas que nunca, pero los sueños que se proyectan con ellas parecen cada vez más pequeños, más grises, más fríos. El dragón que devora al videojuego no es solo el de la violencia, sino el de la falta de imaginación, el de la estética de catálogo, el de la solemnidad sin alma.
El Summer Game Fest 2025 no fue una ventana al futuro, sino una lúgubre galería de loops mentales. Una colección de ecos sin origen. Y mientras algunos aplauden los fuegos artificiales del músculo técnico, muchos de nosotros seguimos esperando lo más difícil: una chispa verdadera, un nuevo mundo, una canción de colores que nos devuelva la infancia luminosa del videojuego.
Hasta entonces, quizá sea mejor dejar de mirar al escenario y volver los ojos al rincón donde Nintendo aún juega, aún sueña… y aún recuerda que esto, antes que industria, fue una fiesta de luz.
