Alien: Romulus (2024) representa un fracaso artístico y cultural que pone de relieve no solo la decadencia de una saga icónica, sino también la progresiva banalización del cine de ciencia ficción y terror bajo la lógica mercantilista del entretenimiento contemporáneo. Desde las dos primeras entregas, que sentaron las bases de un cine que conjugaba la ciencia ficción con el horror psicológico de manera magistral, la saga Alien ha experimentado un evidente desgaste creativo. La creciente dificultad de revitalizar este universo dentro de las coordenadas narrativas originales se hace especialmente palpable en Romulus, donde la estrategia parece haberse limitado a la maximización del rendimiento económico a través de la explotación de una audiencia joven, cuyas franjas etarias se extienden, paradójicamente, desde los 13 hasta los 40 años. Esta franja, moldeada por el consumo masivo de contenido fácilmente digerible, se convierte en el público objetivo de un producto cuya ambición artística es nula, pero cuya intención comercial es evidente: crear una suerte de slasher adolescente en la línea de franquicias como Scream o Destino Final, donde el antagonista, en esta ocasión, es el célebre xenomorfo.
El desplazamiento conceptual que sufre el Alien en este filme es, en sí mismo, un indicador de su fracaso. En lugar de ser la entidad aterradora y metafísicamente perturbadora que simbolizaba en las primeras entregas —una suerte de materialización del miedo a lo desconocido y lo incontrolable—, el xenomorfo es aquí reducido a un mero asesino serial, sin más trasfondo que la búsqueda de cuerpos jóvenes para exterminar. Este giro genérico hacia el slasher despoja a la figura del Alien de su dimensión filosófica y existencial, neutralizando su potencial como símbolo del terror cósmico. Lo que antes representaba una amenaza para la psique humana —el abismo, lo inhumano, lo incomprensible— se convierte ahora en una vulgaridad visual, diseñada para satisfacer las expectativas superficiales de un público poco exigente.
Más preocupante aún es la construcción de los personajes, que en vez de ofrecer figuras complejas y memorables como la teniente Ripley, se limitan a encarnar estereotipos insípidos y clichés contemporáneos. Los adolescentes que pueblan la nave en Romulus no son más que simulacros de los tropos narrativos más manidos del cine juvenil: el joven rebelde, la chica popular, el nerd desvalido, etc. Estas figuras no solo carecen de profundidad psicológica, sino que resultan irritantes en su previsibilidad, lo que lleva a que el espectador, lejos de empatizar con ellos, desarrolle una indiferencia, o incluso una simpatía involuntaria, hacia el Alien que los acecha. De este modo, el filme no solo fracasa en generar miedo a través de sus personajes, sino que los convierte en obstáculos para el goce estético del espectador.
La incapacidad de Alien: Romulus para sorprender o perturbar genuinamente se hace aún más evidente en su clímax, en el que se intenta introducir un giro «morboso» que busca provocar impacto. La idea de gestación alienígena, que antaño en la saga servía como metáfora de la violación y la invasión corporal, es aquí trivializada hasta el punto de rozar la autoparodia. En lugar de generar el horror visceral y psicológico que caracterizaba las escenas más impactantes de Alien (1979), la película opta por una sorpresa vulgar que no consigue más que la mofa de los espectadores más críticos. Esta escena final no es más que un síntoma de la desesperación por atraer al público joven e inculto, para quienes lo morboso y lo grotesco han sustituido cualquier exigencia estética o narrativa.
El hecho de que Disney, a través de su adquisición de Fox, esté detrás de esta producción añade otra capa de análisis a su fracaso. El filme sigue al pie de la letra las estructuras narrativas prescritas por los algoritmos de audiencias, como si hubiese sido diseñado por una inteligencia artificial programada para satisfacer los gustos predominantes de una generación nacida bajo la sombra de las plataformas de streaming. La película está empapada de lo que podríamos llamar “cinematografía industrial”, donde las decisiones creativas son dictadas por estudios de mercado y no por una auténtica búsqueda artística. Además, se introduce, de forma casi automática, una serie de ideales sociales que, lejos de enriquecer la narrativa, resultan forzados y oportunistas. La elección de una protagonista femenina y un coprotagonista afroamericano, aunque en principio puede leerse como un intento de inclusión y paridad, en realidad carece de cualquier innovación o riesgo. En el caso de la protagonista femenina, la saga Alien siempre ha tenido mujeres al frente de la narrativa, por lo que esta decisión no aporta nada nuevo. Un verdadero gesto de ruptura habría sido introducir un protagonista masculino, subvirtiendo así la tradición de género en la saga.
En términos técnicos, Alien: Romulus presenta una notable inconsistencia. Si bien la dirección de arte, la fotografía y el diseño de producción destacan en los primeros compases del filme, creando una atmósfera visual que parece remitir a los mejores momentos de la franquicia, pronto esa promesa se desvanece. A medida que la película avanza, la calidad decae considerablemente: los efectos visuales, especialmente en la recreación digital del personaje de Ash de la primera película, son toscos y poco convincentes, recordando más a un videojuego de baja calidad que a una producción de alto presupuesto. Asimismo, ciertos escenarios parecen más apropiados para una atracción de parque temático que para una película que debería haber mantenido la coherencia estética y atmosférica de la saga.
En definitiva, Alien: Romulus (ya en torrent) no es solo un fracaso en términos de fidelidad a su legado, sino también un ejemplo paradigmático de cómo la producción cinematográfica contemporánea está siendo colonizada por fórmulas industriales y algoritmos comerciales. Si bien la película ha sido bien recibida por el público más joven, criado en la inmediatez del contenido digital, su falta de profundidad artística y su vacuidad narrativa la convierten en una de las peores entregas de la franquicia. El verdadero horror de Alien: Romulus no reside en el xenomorfo, sino en la evidencia de que el cine como arte está siendo subsumido por las lógicas del mercado y el consumo acelerado, dejando atrás cualquier pretensión de originalidad o grandeza estética.
A pesar del abrumador fracaso artístico que representa Alien: Romulus, es justo reconocer que incluso en las producciones más fallidas se puede encontrar un destello de luz, un resquicio de potencial que, en este caso, se manifiesta en la figura del nuevo androide, sin duda el personaje más complejo y novedoso de toda la película. En medio de una narrativa saturada de clichés y personajes vacíos, el androide se erige como el auténtico protagonista, una presencia que va más allá de su mera funcionalidad robótica. Dotado de una profundidad emocional inusitada para los estándares de la saga, este personaje encarna las tensiones existenciales propias de los seres sintéticos en el universo Alien, pero con una sensibilidad renovada, que lo distingue tanto de Ash como de Bishop. A lo largo del filme, el androide se convierte en el único personaje con el que el espectador desarrolla una verdadera conexión empática. Su ambigüedad moral, su autoconciencia y su capacidad para cuestionar las implicaciones éticas de sus acciones lo sitúan como la única figura realmente trágica y fascinante de la película.
Es, sin duda, el único ser cuya supervivencia anhelamos en medio del caos juvenil y la superficialidad del resto de los personajes. Este androide, que parece portar en su silicio la reflexión filosófica sobre lo humano y lo no humano, se eleva por encima de la mediocridad del guion, sugiriendo que, incluso en medio de un proyecto fallido, siempre es posible encontrar un germen de novedad, de complejidad, que siembra la esperanza de que no todo está perdido en el universo cinematográfico de Alien. Así, este androide se convierte, paradójicamente, en el único reflejo de humanidad y profundidad en una película que, por lo demás, ha perdido el pulso con la esencia de la saga que le dio origen.
La acogida de Alien: Romulus en términos críticos y comerciales refleja, en gran medida, las tensiones entre una industria cinematográfica que privilegia el éxito económico inmediato y una audiencia segmentada y moldeada por los dictados de las plataformas digitales. Desde el punto de vista de la taquilla, Romulus ha logrado asegurar una rentabilidad considerable, en gran parte debido a la vasta maquinaria de marketing que la respalda y a la omnipresencia de Disney como fuerza hegemónica en el panorama audiovisual contemporáneo. El filme, diseñado estratégicamente para apelar a un público juvenil y menos exigente en términos narrativos, ha capitalizado con éxito el apetito por productos de consumo rápido y altamente mediatizados, a pesar de su evidente mediocridad en términos artísticos.
La recaudación, aunque favorable, no debe interpretarse como un indicador de calidad, sino más bien como un síntoma de la capacidad de las grandes productoras para manipular las tendencias de mercado y generar beneficios a través de productos formulados. En efecto, Alien: Romulus ha resonado particularmente bien entre las generaciones más jóvenes, habituadas a la fragmentación narrativa y a la fugacidad del contenido audiovisual contemporáneo, donde la innovación estética y la profundidad emocional son sacrificadas en favor del impacto inmediato y el consumo desechable.
En cuanto a la posibilidad de una secuela, esta parece casi inevitable dada la estructura mercantilista que subyace a la producción de Romulus. La industria actual, dominada por las secuelas, precuelas y expansiones de franquicias, favorece la continuación de sagas rentables, independientemente de su valor artístico. En este sentido, Romulus no es una excepción, y su rendimiento económico abre la puerta a una nueva entrega que, presumiblemente, seguirá explotando las mismas fórmulas que han garantizado su éxito entre los sectores menos críticos del público. La secuela, de producirse, corre el riesgo de profundizar en la banalización del mito alienígena, a menos que se tomen riesgos creativos que, hasta ahora, han sido soslayados en favor de una conformidad estructural dictada por las expectativas de mercado.