Ver o descargar ‘Chicas de fraternidad en la bolera’ (1988): el aquelarre fluorescente que prometía más de lo que sabía conjurar

‘Chicas de fraternidad en la bolera’ (1988): el aquelarre fluorescente que prometía más de lo que sabía conjurar

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Hay películas que son como aquel hechizo que se pronuncia con torpeza: los ingredientes están ahí —sangre, sexo, neón, demonios, fraternidades satánicas y una bolera como templo profano— pero el conjuro simplemente no funciona. Chicas de fraternidad en la bolera (Sorority Babes in the Slimeball Bowl-O-Rama), dirigida por un joven David DeCoteau en 1988, es precisamente eso: un ritual estético cargado de fetiches ochenteros que falla en su objetivo de convertirse en un título memorable, incluso dentro del santoral desvergonzado de la serie Z.

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El menú perfecto de una pesadilla ochentera

El film lo tenía todo para convertirse en un placer culpable de culto: adolescentes libidinosos con permanente, un rito de iniciación universitario que desemboca en la invocación accidental de un demonio —creado con efectos prácticos deliciosamente viscosos—, una bolera abandonada (espacio que nunca tuvo tanto potencial simbólico y camp), persecuciones de baja intensidad, chicas desnudas en toda su plenitud (sin eufemismos), gore de supermercado y un uso completamente desatado de humo, luces de neón y sintetizadores chirriantes.

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Linnea Quigley in Sorority Babes in the Slimeball Bowl-O-Rama (1988)

El problema no es la receta, sino la ejecución. Porque DeCoteau, aun con su entusiasmo adolescente por el género, no logra sostener el tono ni el ritmo ni la más mínima coherencia narrativa. El guion es una sucesión de escenas improvisadas, diálogos escritos con crayón y resoluciones que caen al abismo de lo involuntariamente cómico. Y no el cómico encantador que vuelve entrañable a otros títulos de su estirpe, sino un tipo de ineptitud creativa que frustra incluso al espectador más dispuesto a entregarse al disparate.

Dirección amateur y guion inexistente

Si el cine de terror de bajo presupuesto suele caracterizarse por suplir la falta de medios con creatividad, aquí sucede lo contrario: la pobreza narrativa no se disimula con estilo, sino que se exhibe sin pudor. Los actores recitan sus líneas como si las estuvieran leyendo por primera vez, las escenas de “tensión” carecen de todo ritmo o puesta en cámara, y el montaje parece decidido por una mano inexperta e impaciente.

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David DeCoteau, que más tarde desarrollaría una filmografía delirante cargada de homoerotismo musculado y casas encantadas en pantalón corto, demuestra aquí que aún estaba lejos de convertirse en un autor de lo marginal. Esta ópera prima más bien parece un experimento estudiantil con tetas y demonios.

Una dirección de arte que casi salva los muebles

Y sin embargo, algo brilla entre los restos del ritual fallido. La dirección de arte, cargada de luces saturadas, brumas artificiales y atmósferas videocliperas, logra crear por momentos una dimensión de lo fantástico cercano al cómic de horror pulp. La bolera se convierte en una especie de purgatorio kitsch donde lo sobrenatural y lo banal colisionan, y ese universo de cartón piedra tiene su encanto visual. El demonio, aunque grotesco en su diseño, es un testimonio sincero de una época donde los efectos prácticos eran bricolaje satánico con alma.

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También es cierto que, para el espectador adecuado, Chicas de fraternidad en la bolera puede tener algo parecido a la diversión: no la que ofrecen los grandes títulos del cine trash, sino una risa incómoda ante lo que pudo ser y no fue. Es una de esas películas que uno ve más por la promesa implícita en su título que por el placer de su desarrollo.

Conclusión: un aquelarre que no arde

Lo triste —o lo trágicamente cómico— es que Chicas de fraternidad en la bolera tiene todos los ingredientes de un clásico de culto, pero no sabe cocinarlos. No alcanza el surrealismo lisérgico de Nightmare Sisters ni el frenesí sexual-fantástico de Hard Rock Zombies. Se queda, lamentablemente, en la categoría de curiosidad menor, demasiado torpe para fascinar y demasiado poco graciosa para ser redimida por el humor involuntario.

Solo la mirada nostálgica, la fascinación estética por lo ochentero y una cierta indulgencia cinéfila permiten encontrarle algo de valor. Pero incluso para los devotos del cine malo, este aquelarre carece de chispa, de fuego y de malicia. Y sin eso, ni la bolera más encantada puede lanzar un strike.

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¿Y qué más se podía pedir? Nada más… solo que fuera buena. Pero como muchas promesas del videoclub, esta también se desinfla antes de llegar al clímax.

Y sin embargo, sería injusto despedirnos sin mencionar al demiurgo tras la cámara: David DeCoteau, ese cineasta de pulsiones adolescentes eternas y mirada camp que, con cada nuevo filme, parece empecinado en confirmar que el espíritu de Ed Wood no murió, sino que simplemente se puso una camiseta sin mangas y se fue a rodar a un suburbio de Los Ángeles.

Como Wood, DeCoteau rueda no por vocación industrial ni ambición artística, sino por una necesidad emocional de filmar lo que ama, aunque el mundo no lo entienda: criaturas de goma, músculos aceitados, chicas corriendo sin sujetador, y demonios encerrados en objetos anodinos. Ambos comparten un romanticismo torpe, una devoción sincera por géneros menores y una fe ciega en que toda película, por mala que sea, merece nacer.

En ese sentido, Chicas de fraternidad en la bolera no es solo una película fallida: es una declaración de amor al cine como exceso, como gesto ingenuo y desafinado, como rito bizarro que no teme al ridículo. Porque como Ed Wood, DeCoteau no necesita talento para seguir creando: le basta con tener una cámara, un sótano lleno de niebla artificial y la convicción inquebrantable de que, al final del día, rodar una película es siempre mejor que no rodar nada.

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