‘Fx efectos mortales’: artificio, cámara y desvanecimiento de una franquicia
Entre las muchas rarezas ochenteras que merecen una sonrisa cómplice más que una ovación de pie, Fx, efectos mortales (1986) se alza como ese thriller que, sin llegar jamás a las ligas mayores, logra hacerse un lugar en la memoria afectiva del espectador atento. Su encanto reside menos en la trama —que bebe del procedural clásico con tintes de conspiración— y más en su premisa juguetona: ¿qué pasa cuando el maestro de los efectos especiales es arrastrado al mundo real del crimen? ¿Puede sobrevivir con sus trucos de maquillaje, espejos y simulaciones?

La respuesta es un “sí” rotundo y encantador, porque Fx no solo usa los efectos como adorno visual, sino que los incorpora como nervio narrativo, transformando el artificio en lenguaje, y el ilusionismo del cine en herramienta de supervivencia. En ese sentido, la película se adelanta a muchas obsesiones contemporáneas sobre la ficción dentro de la ficción, sobre el artificio que se vuelve arma. Su protagonista, Roland “Rollie” Tyler, interpretado con la mezcla justa de frialdad y encanto por Bryan Brown, deviene una suerte de MacGyver cinematográfico, mientras que el siempre sólido Brian Dennehy, con su imponente físico y tono burlón, opera como un Hércules Poirot de camisa arrugada y acento neoyorquino, aportando el contrapeso humano a tanta tramoya técnica.
Estéticamente, Fx es puro 1986: calles mojadas, neones azules, música sintetizada que cabalga entre la tensión y la parodia involuntaria. Una película que nunca pretende más de lo que ofrece, pero que encuentra en su propuesta una personalidad singular, casi adorable: un thriller que ama al cine como herramienta para engañar y emocionar a partes iguales.

Cinco años después, Fx2: Ilusión mortal (1991) pretendió repetir la fórmula. Pero si la primera cinta era un truco bien ejecutado, esta secuela se siente como un número que se explica demasiado y se asfixia en su propia torpeza. Desde sus primeros minutos, Fx2 parece prometer un regreso digno: se abre de nuevo con un rodaje dentro del rodaje, un juego metalingüístico que coquetea con la autoreferencia, y termina con los protagonistas filmados en plena escapada por una Europa que parece más sacada de una postal que de un set real. Pero entre estos dos espejismos —inicio y final—, lo que queda es una cinta que desciende vertiginosamente hacia el terreno del telefilme, con una puesta en escena deslucida, un ritmo moroso y un guion que confunde lo ingenioso con lo previsible.
El mayor pecado de Fx2 es olvidar su mayor virtud: no convierte los efectos especiales en personaje, los reduce a recurso. Lo que antes era narrativa ahora es decorado. Lo que antes era cine, ahora parece televisión. Bryan Brown y Brian Dennehy hacen lo que pueden con unos diálogos de segunda y un guion que parece haber olvidado que el corazón del primer film estaba en su amor por el artificio cinematográfico y su juego de identidades.
No es que Fx2 sea inmirable, pero sí es el tipo de secuela que agota lo que la primera parte había logrado: su peculiaridad. Su intento de consolidarse como franquicia —con guiños estructurales como el inicio en un set y el final grabado en una localización real— queda ahogado por una conclusión que diluye todo lo construido. El cierre resulta tan abrupto como plano, más propio de una miniserie sin segunda temporada que de una saga con futuro.

Ambas películas componen hoy una curiosidad digna de revisión. La primera, como rareza simpática del cine de género de los 80, donde el talento técnico y la narración se daban la mano con elegancia modesta. La segunda, como advertencia de lo efímero que puede ser el encanto cuando se olvida lo esencial: que el truco solo funciona mientras el espectador sigue creyendo en la magia del cine. Y Fx, al menos una vez, hizo que creyéramos.