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La cama de la muerte: el insólito banquete del absurdo

En el vasto panteón de las películas de culto, donde coexisten criaturas de celuloide imposibles, héroes de cartón piedra y delirios que desbordan las fronteras de la lógica, hay un altar peculiarmente reservado para Death Bed: The Bed That Eats —o, como suena con deliciosa literalidad en castellano, La cama de la muerte (1977). Esta es una obra que, más que ser comprendida, debe ser aceptada, como se acepta el vuelo errático de una polilla en la penumbra: absurda, hipnótica, extrañamente bella.

La premisa —una cama que digiere, con lentitud casi ceremonial, a quienes osan yacer sobre sus sábanas— parece extraída de una pesadilla escrita por un adolescente tras cenar demasiado tarde. Pero sería un error despachar Death Bed como mera chanza de bajo presupuesto. La cinta, dirigida por George Barry —un cineasta prácticamente espectral, desaparecido durante décadas y reaparecido como el mismísimo fantasma de su obra—, es un poema grotesco que se balancea, como un trapecista tembloroso, entre la incompetencia técnica y la genialidad accidental.

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Una digestión poética y letárgica

El ritmo de Death Bed es de una parsimonia casi narcótica. La cama —protagonista inerte pero voraz— se convierte en un altar devorador donde el tiempo se disuelve, donde las víctimas no huyen a gritos sino que son engullidas en una suerte de sumisión poética. El líquido ambarino que simboliza el ácido digestivo parece miel; las muertes son lentas, ceremoniosas, como si el lecho ofreciera un abrazo final, cálido y viscoso.

La película está narrada por el espíritu de un artista atrapado detrás de un cuadro, testigo impotente de las digestiones del mueble. Este recurso —que en manos más convencionales habría sido ridículo— añade una capa de lirismo accidental, un susurro entre lo onírico y lo absurdo que convierte a la cinta en algo más que un despropósito: la transforma en una elegía al sinsentido.

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Estética de la carencia

El bajo presupuesto se palpa en cada pliegue de las sábanas. Los efectos visuales son primitivos, casi escolares, pero poseen esa honestidad cruda que hoy se saborea con ironía y ternura. La textura visual es áspera, sucia, como si la película hubiese sido rescatada de un sótano húmedo, lo que potencia su aura de objeto maldito, de artefacto fílmico perdido en el tiempo.

Death Bed no aspira al terror convencional. No busca asustar: busca existir. En su torpeza, encuentra una poesía involuntaria. En sus diálogos deslavazados y en su puesta en escena carente de toda lógica espacial, late un eco de Lynch, pero sin la precisión quirúrgica del maestro; aquí, el surrealismo no es buscado: es el resultado inevitable de la incapacidad.

La cama como símbolo

¿Podemos acaso leer Death Bed como una metáfora? ¿Es la cama un útero inverso, una madre terrible que no da vida sino que la devora? ¿Es un comentario sobre el consumo —el lecho como engullidor de cuerpos jóvenes, de carne que se entrega con candor a un festín inexplicable? Puede que estas lecturas sean excesivas, pero ¿acaso no es esto lo que el cine de culto invita a hacer? A besar lo improbable, a encontrar profundidad en la superficie agrietada.

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El insólito renacer

Curiosamente, Death Bed pasó décadas olvidada, como la propia cama condenada al abandono, hasta que en los años 2000 fue redescubierta por los arqueólogos del culto, esos cinéfilos ávidos de lo grotesco, y así resucitó como un tótem de la serie Z. George Barry, asombrado por la longevidad insospechada de su criatura, pudo ver en vida cómo su disparatada ópera prima era abrazada con fervor.

Hoy, la cinta es venerada con el mismo cariño que se dedica a los objetos feos que nos acompañan desde la infancia. Es un monumento al error sublime, a la belleza de lo que no debería funcionar y, sin embargo, funciona.

Epílogo: entre la risa y la fascinación

Death Bed: La cama de la muerte es una película que, como sus víctimas, nos atrapa con extraña dulzura. Es imposible recomendarla con seriedad, pero también es imposible olvidarla una vez se ha contemplado su banquete viscoso.

Entre la carcajada y el asombro, entre el rechazo y la fascinación, la cama sigue allí, inmóvil, esperando al próximo soñador que se atreva a recostarse sin saber que, en este lecho, hasta el amor es digerido.

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