Hay películas que no se ven: se huelen, se palpan, se mastican con el colmillo de la nostalgia. Los cuatro truhanes (Giuseppe Colizzi, 1968) es una de esas criaturas ásperas, curtidas por el sol del mito. Su textura fílmica se adhiere como el polvo al rostro: una mezcla de sudor viejo, cuero reseco y pólvora italiana. No estamos ante un simple western europeo; estamos ante un rito de paso hacia el corazón bastardo del spaghetti western más sudoroso, ese que ya no se esfuerza por parecerse al modelo estadounidense porque ha descubierto su voz —y su eco— entre las piedras calcinadas de Almería y los decorados crepusculares de la picaresca mediterránea.
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Aquí el desierto no es un paisaje sino una temperatura narrativa: un horno visual donde los personajes se deshidratan moralmente, sudan valores caducos y respiran un aire que huele a trampa. Los cuatro truhanes —cuyo título alternativo en inglés, Ace High, parece querer suavizar la arpillera que envuelve al film— no busca construir héroes, sino retratar sobrevivientes de una época imaginaria donde el oro todavía brillaba más que la ética, y la amistad era un pacto no escrito entre hombres que sabían cuándo no preguntar nada.
En su centro brilla un trío icónico, cada uno representando un rostro arquetípico del género. Pero sería necio negar que los polos magnéticos del film son Bud Spencer y Terence Hill, aún sin haber alcanzado el clímax bufonesco que los haría leyenda en los años venideros. Aquí, aún envueltos en una seriedad casi melancólica, despuntan como figuras mitológicas, esculpidas con manos gruesas y ojos irónicos.
Terence Hill, con su belleza pícara y silente, avanza por el encuadre como un ángel decadente caído del cielo de Sergio Leone. Sus ojos azules no miran: interrogan al horizonte. La cámara le sigue con pudor, con esa elegancia de los travellings que respetan la estampa de un cuerpo que parece flotar entre la tierra y la leyenda. Bud Spencer, por su parte, encarna lo telúrico: la carne que resiste, que no duda, que se convierte en topografía. Su presencia no necesita música ni diálogo: se impone como una fuerza de la naturaleza, como un estruendo que precede al gesto.

Colizzi filma con un barroquismo seco. Los planos generales abrasan, los contrapicados engrandecen lo grotesco, y los close-ups son sudarios íntimos donde los rostros se convierten en mapas de traición y deseo. No hay delicadeza: hay grano grueso, hay crudeza casi litúrgica. La banda sonora de Carlo Rustichelli pone en sordina lo heroico para elevar lo esperpéntico, y el montaje respeta un ritmo que no es de acción, sino de espera, de sospecha, de letargo previo al estallido.
En ese universo narrativo, el oro no es solo un tesoro; es el MacGuffin moral que hace girar el carrusel de los engaños. La historia, en su esqueleto clásico de venganza, alianza y traición, se convierte en un mapa de tensiones acumuladas, donde cada traición es un intertítulo no escrito, y cada disparo no se oye, se siente en la garganta.
Los cuatro truhanes es un western que suda por los poros de su propio artificio. No busca el verismo, sino la poesía sucia del gesto impostado. Es un cine que no se disculpa de su teatralidad, que en lugar de ocultar su fabricación, la exhibe con orgullo como quien muestra sus cicatrices. En ese sentido, su textura fílmica es la de una película que envejece como el buen cuero: con grietas nobles, con el olor persistente de lo auténtico.

La fotografía, bañada de ocres que podrían ser vino añejo derramado sobre el celuloide, convierte cada plano en un atardecer emocional. Y en medio de ese lienzo, las figuras de Spencer y Hill emergen no como personajes, sino como estatuas móviles del imaginario popular: la fuerza bruta y la astucia irónica, el martillo y la pluma del western cómico por venir, aquí aún contenido por un marco más trágico, más seco, más letal.
Hay en Los cuatro truhanes un crepúsculo anticipado. Es como si el cine supiera que algo se está agotando: la pureza del western, la solemnidad de la épica, el idealismo de la violencia justa. Lo que queda, y queda con fuerza, es la camaradería entre figuras imperfectas, el cine como una partida de cartas entre tramposos que se respetan.
Y así, al final, la película no se despide: se queda flotando como una canción de cantina que ya nadie canta, pero cuya melodía aún vibra en la madera del salón. Porque hay películas que no se apagan: se evaporan lentamente, como el sudor en la frente de un pistolero que sonríe sin motivo. Como Bud. Como Terence. Como la gloria imposible de ser un truhán en el momento justo.