La belleza que mata: ‘Ojos asesinos’ (1981), o el deseo convertido en código binario
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Michael Crichton, el médico que jugaba a ser demiurgo de ficciones, firmó en 1981 una película que apenas encontró su sitio en su tiempo, pero que hoy, en la era de los filtros de Instagram, la IA generativa y la hiperrealidad pornográfica, suena como un disparo al corazón del presente. Ojos asesinos —título español que retuerce con elegancia el original Looker— es un thriller tecnosexual, quirúrgico y visionario, donde la mirada ya no es deseo, sino arma. Y el cuerpo femenino, no carne, sino dato.

Crichton, obsesionado siempre con el control, la ciencia y el artificio (recordemos Westworld o Parque Jurásico), construye aquí un universo clínico donde los cirujanos plásticos son sacerdotes de una belleza estandarizada y las modelos se someten a microcorrecciones faciales para encajar en un patrón algorítmico. La carne es solo una interfaz visual que puede ser replicada, ajustada, borrada.
Albert Finney interpreta a un cirujano tan meticuloso como desencantado, que empieza a sospechar que sus pacientes —modelos televisivas— están siendo asesinadas una a una tras someterse a sus operaciones. Pero Ojos asesinos no se detiene en el whodunit de bisturí y glamour: se lanza de cabeza a una espiral de manipulación visual, control mediático y tecnología que anticipa la deshumanización del cuerpo femenino en la publicidad digital.

Y es aquí donde la película se torna verdaderamente inquietante.
Porque las modelos no mueren solo por ser hermosas, sino por haber sido escaneadas. Replicadas digitalmente. Convertidas en réplicas perfectas capaces de anunciar productos sin fallos, sin emociones, sin arrugas ni imprevistos. Ojos asesinos denuncia —antes de tiempo— la creación de clones visuales que hoy nos resultan escalofriantemente familiares: avatares de influencers, deepfakes pornográficos, anuncios hiperrealistas con modelos que nunca existieron.
La ironía es sutil pero feroz: la mujer perfecta no es una mujer, sino una animación. Un objeto de deseo purificado de imperfecciones, emociones o voluntad. Un fantasma bello que puede ser apagado como se apaga una pantalla.

La dirección de Crichton es limpia, casi aséptica. El ritmo, a veces errático, tiene el encanto de un ensayo cinematográfico más que de un thriller convencional. Pero en medio de esa frialdad estética, emerge un erotismo glaciar: cuerpos perfectos envueltos en luces de plató, miradas vacías que no devuelven el reflejo, sexo sin calor, belleza sin alma. Lo erótico aquí no excita: perturba.
Destaca la presencia hipnótica de Susan Dey, cuya belleza casi inhumana sirve como ancla emocional y metáfora del film. No es una femme fatale, sino una víctima del deseo estructural. No seduce: es seducida, escaneada, vendida.

Y por supuesto, la escena emblemática del «arma de invisibilidad temporal» —una pistola que borra al portador de la percepción durante segundos— se convierte en símbolo de todo el discurso: cuando el otro no te puede ver, ¿sigues siendo tú? Y cuando la mujer solo es vista como forma perfecta, ¿sigue siendo humana?
Ojos asesinos es imperfecta, sí. A ratos fría, a ratos dispersa. Pero como obra de ciencia ficción especulativa es magnética. Y como crítica al culto de la imagen y al vaciamiento del cuerpo femenino, es tan actual que resulta escalofriante.

Michael Crichton no solo predijo un futuro: lo filmó. Lo envolvió en neón, bisturí y mirada. Y nos lo ofreció como una pregunta que aún arde:
¿A quién pertenecen esos ojos que miran desde la pantalla? ¿Y qué han hecho con el cuerpo que antes habitaba detrás?