Mujeres Caníbales: el festín de la serie B bajo la mirada irreverente de Ivan Reitman
Hay películas que se deslizan por la historia del cine como un susurro travieso, obras menores, dicen algunos, pero que guardan en sus entrañas el ardor de los sueños desvergonzados. Mujeres caníbales (1973), la joya selvática y desenfadada dirigida por un jovencísimo Ivan Reitman, es precisamente una de esas criaturas fílmicas que mastican, devoran y regurgitan los códigos de la serie B con un júbilo que solo puede describirse como libertino.
Una selva de celuloide y carcajadas
En apariencia, Mujeres caníbales —titulada originalmente Cannibal Girls— es un pastiche del cine de explotación, una travesía por tierras pantanosas donde las protagonistas, mujeres seductoras y voraces, devoran literal y figuradamente a los incautos que caen en sus redes. Pero bajo su capa de desparpajo y erotismo caricaturesco, late una ironía corrosiva, un guiño cómplice al espectador que sabe, que entiende que todo esto es un juego, un ritual burlesco donde la sangre es ketchup y el terror se sirve con risas grabadas en la conciencia.

Reitman, que más tarde sería el artífice de comedias míticas como Los cazafantasmas, deja aquí las primeras huellas de su humor impío y su gusto por dinamitar géneros desde dentro. En lugar de construir una película de horror canónica, Reitman opta por una parodia voraz, una cinta donde la frontera entre lo terrorífico y lo ridículo se disuelve en un mismo caldero de carne asada y sensualidad paródica.
Texturas de cartón piedra y sabores de medianoche
El placer de Mujeres caníbales no está en su trama, que se deshilacha como un vestido barato en manos de sus propias protagonistas, sino en su textura: el grano grueso, los colores saturados como frutas pasadas, el sonido imperfecto que a veces parece que cruje bajo el peso de su propia autoparodia. Es un cine de medianoche, de proyecciones con olor a cerveza rancia y butacas que rechinan, un cine que no teme al cartón piedra ni a las prótesis falsas, porque allí, precisamente, reside su verdad gozosa.

Las mujeres caníbales son, aquí, diosas pop de la serie B, amazonas sensuales que devoran porque pueden, porque quieren, porque en este universo delirante ellas dictan las reglas y los hombres son meros ingredientes en su festín perpetuo. Es una inversión lúdica y deliciosa de las jerarquías clásicas del cine de terror.
El germen de un maestro del humor
Si uno se detiene a mirar con cariño esta pequeña anomalía, se vislumbra ya el talento de Reitman para transitar la cuerda floja entre la comedia y lo fantástico. Mujeres caníbales es, en el fondo, un laboratorio de irreverencia, un campo de pruebas donde el joven director experimenta con las posibilidades de la risa subversiva, la ruptura de las convenciones y la sátira de un género que, a fuerza de repetirse, se había vuelto casi solemne.
Reitman dinamita esa solemnidad y siembra las semillas de un estilo que luego florecería en grandes producciones, pero que aquí, en este rincón olvidado de los videoclubes y los autocines, encuentra su forma más pura, más descarada y más fresca.

Conclusión: un banquete sin culpa
Mujeres caníbales es un plato que se come con las manos, con la boca abierta y sin cubiertos. No es una película para los exquisitos de la crítica ni para quienes buscan discursos sesudos; es, más bien, un manjar para los amantes del cine que sabe reírse de sí mismo, para aquellos que se sientan en la penumbra buscando el vértigo de lo absurdo y el placer de lo incorrecto.
Y así, entre risas rojas y mordiscos teatrales, Reitman nos entrega un bocado suculento del cine de bajo presupuesto: uno que, lejos de ser desechable, se convierte en una pequeña celebración de la libertad, del descaro y del gozo sin remordimientos. Porque a veces, para sobrevivir al cine solemne, hay que dejarse devorar por las mujeres caníbales.