Crítica de Oro negro
Un destello olvidado en el desierto cinematográfico: revalorizando Oro negro de Jean-Jacques Annaud
En el vasto archivo de películas olvidadas, rara vez se encuentran obras que, pese a su aparente fracaso comercial o crítico, susciten una reconsideración como piezas de interés histórico y artístico. Oro negro (Black Gold), dirigida por Jean-Jacques Annaud en 2011, es una de esas piezas. A primera vista, parece un proyecto que prometía más de lo que cumplió: un director consagrado, un reparto estelar liderado por Antonio Banderas, Mark Strong y Freida Pinto, y un material literario rico como base, la novela South of the Heart: A Novel of Modern Arabia de Hans Ruesch. Sin embargo, el resultado quedó, en su momento, atrapado entre el olvido y la indiferencia.
Jean-Jacques Annaud, cuyo cine ha explorado lo épico y lo íntimo con títulos como En busca del fuego, El oso y El nombre de la rosa, parecía destinado a ofrecernos una obra monumental. Oro negro prometía una incursión en un tema fascinante: los albores del dominio petrolero en Arabia en los años 30, una historia de ambición, política y transformación cultural en una región que se perfilaba como el epicentro económico del siglo XX. Es un planteamiento que, de haber encontrado la chispa adecuada, podría haber dado lugar a un clásico moderno del cine de aventuras.
La dirección de Annaud, siempre precisa en su sentido del espacio y la geografía emocional, no logra aquí alcanzar la densidad narrativa de sus mejores trabajos. Sin embargo, merece destacarse cómo la película construye visualmente la inmensidad del desierto como un espacio de tensión entre la modernidad emergente y la tradición. Las vastas dunas se convierten en metáforas de la inestabilidad política y personal que subyace en los enfrentamientos de los emires rivales. Crítica de Oro negro
El guion, firmado por Menno Meyjes, guionista de joyas como El imperio del sol y La última cruzada, aspira a equilibrar el espectáculo con la reflexión histórica. Aunque no alcanza la profundidad deseada, plantea interrogantes interesantes sobre los cimientos de las fortunas petroleras y el coste humano y cultural que conllevaron. Antonio Banderas, en un papel que oscila entre lo arquetípico y lo simbólico, aporta carisma, aunque no logra escapar del corsé de un guion que apenas rasca la superficie emocional de sus personajes.
Donde Oro negro se acerca al cine de los años 80 es en su tono: una mezcla de aventuras y crítica social que evoca los ecos de películas como Lawrence de Arabia, aunque sin el peso mítico de estas. La película no es, ni mucho menos, la obra maestra que su equipo creativo hacía prever, pero su relativa simplicidad narrativa le otorga un aire de cine clásico que merece ser redescubierto.
Quizás Oro negro sea más valiosa como síntoma que como obra. Es un ejemplo de cómo el cine contemporáneo a menudo se enfrenta a la paradoja de intentar crear algo significativo en un contexto que privilegia lo efímero. Relegada al olvido, la película espera a ser revisitada con ojos nuevos, como un vestigio de una época en que las películas aspiraban a ser algo más que un producto. Crítica de Oro negro
Epílogo: la fe en el artesano de lo tangible
Revisitar Oro negro es, en última instancia, un acto de fe en la trayectoria de un cineasta que ha sabido capturar lo físico, lo concreto y lo visceral del mundo con una maestría que pocos han alcanzado. Jean-Jacques Annaud, ese arquitecto del cine que nos llevó a sentir el aliento del miedo medieval en El nombre de la rosa, a caminar por la crudeza primaria de la prehistoria en En busca del fuego, o a maravillarnos ante la nobleza de un oso real convertido en protagonista de su propio drama, merece ser visto más allá de sus titubeos.
Annaud es un narrador de lo palpable: su cámara respira con los espacios, dialoga con los paisajes y otorga una corporeidad que trasciende el tiempo. En Siete años en el Tíbet, sus planos no solo relatan una historia, sino que elevan la arquitectura sagrada y las vastas montañas a una categoría casi espiritual. Su capacidad para dar forma a lo intangible —el temor, la soledad, la conexión con lo otro— le otorga un lugar de honor en el panteón de los cineastas que no solo cuentan historias, sino que las hacen existir físicamente frente al espectador.
Por ello, incluso cuando una obra como Oro negro parece quedarse corta en ambición o alcance, no debe descartarse como un fracaso, sino como parte de un continuo creativo en el que Annaud sigue explorando los límites de su arte. Quizás no todo suene a sinfonía, pero incluso sus notas más bajas llevan el eco de un artesano comprometido con el acto de crear mundos.
La pregunta no es si Annaud ha perdido el pulso de la grandeza, sino si somos nosotros los que, en la fugacidad de nuestro consumo cultural, hemos perdido la paciencia para buscar la textura de lo real. Como un oasis en el desierto, Oro negro espera ser redescubierta, y aunque no sacie completamente, nos recuerda por qué seguimos teniendo fe en Annaud: porque es un director que siempre mira más allá de la pantalla, hacia lo esencialmente humano. Crítica de Oro negro