Entre los pliegues menos transitados del spaghetti western se esconde un díptico singular, modesto y, sin embargo, digno de ser rescatado: Tú perdonas… yo no (1967) y Los cuatro truhanes (1968), ambas firmadas por Giuseppe Colizzi y protagonizadas por Terence Hill y Bud Spencer cuando todavía no eran los bufones entrañables del porvenir, sino forasteros de gesto adusto y paso contenido.

No son estas, conviene advertirlo desde la puerta de entrada, grandes obras canónicas ni ejercicios de ruptura. Su territorio es el de la serie media, el del western europeo que se alimenta de los códigos establecidos por Sergio Leone pero los ejecuta con una cadencia distinta, más serena, más pictórica, menos inclinada a la espectacularidad y más cercana al lento discurrir del polvo y las miradas.

Este díptico, algo eclipsado por las posteriores comedias de la pareja, merece ser reivindicado precisamente por su honestidad artesanal, por su tempo pausado que hoy exige paciencia y por la incipiente construcción de los arquetipos que Hill y Spencer perfeccionarían después en clave humorística. Aquí el humor aún no asoma; reina la solemnidad, la dureza, la espera.

No es un díptico deslumbrante, pero sí es un díptico que se deja saborear como un vino áspero de pequeña bodega, cuyas notas, lejos de la euforia, seducen por su autenticidad. Filmes a redescubrir, a reivindicar, pero siempre desde la justa medida, desde la modesta belleza del cine que sabe ocupar un lugar discreto y honesto en la memoria del western mediterráneo.

El claroscuro del oeste: contemplación pictórica y génesis arquetipal en el díptico de Giuseppe Colizzi
Hay películas que se miran con los ojos, otras con los nervios; pero algunas, raras y difíciles, como las que nos legó Giuseppe Colizzi, exigen ser contempladas con la lentitud del paladar y la disponibilidad del espíritu. Tal es el caso del díptico fundacional Tú perdonas… yo no (1967) y Los cuatro truhanes (1968), dos piezas minerales, densas y líricas, que anteceden y prefiguran, sin compartir aún su tono, la célebre iconografía cómica de Terence Hill y Bud Spencer. Aquí no hay bofetadas ni fanfarria: hay silencio, tierra, y una tensión seca como la madera vieja.

Estos dos títulos componen una suerte de oratorio barroco dentro del corpus del spaghetti western, ese género bastardo y glorioso que, en su mejor forma, cruzó la ópera con el polvo, el manierismo italiano con el salvajismo americano. Colizzi, figura de culto semioculta en la vasta sombra de Sergio Leone, dirigió apenas cinco largometrajes, pero bastaron para inscribir su nombre entre los grandes orfebres del encuadre. En su cámara, los duelos se convierten en liturgias, las esperas en esculturas de tiempo detenido, y el paisaje —ese personaje silencioso— se expresa como una pintura veneciana: saturada, profunda, solemne.

En Tú perdonas… yo no, iniciación de la pareja Hill–Spencer, asistimos no a una broma, sino a un duelo entre dos naturalezas arquetípicas. Terence Hill emerge ya como el zorro de los llanos: ágil, afilado, de mirada azul que corta como cuchilla. Bud Spencer, por su parte, es fuerza telúrica, brutalismo noble, gesto lento de gigante con alma infantil. Pero aún no son cómicos; son figuras mitológicas nacidas del silencio. En ellos se atisban, aún sin risa, los primeros compases de una química actoral que después sería festiva, pero aquí permanece trágica y severa.

La segunda entrega, Los cuatro truhanes, ahonda en ese tono entre crepuscular y alegórico, donde el relato importa menos que la mirada, y la acción menos que el encuadre. Colizzi compone cada plano como un cuadro de Tiziano en tonos terrosos y ocres, donde los cuerpos parecen surgir del polvo con gravedad bíblica. El tempo es largo, eterno, casi litúrgico, como si el montaje estuviese dictado no por la acción sino por la parsimonia del desierto. Y es que estas películas no se ven, se atraviesan. Requieren de una disposición sensorial que hoy resulta casi anacrónica: la paciencia activa del espectador, su entrega a la cadencia, a la textura visual, al ritmo de un goteo dramático que rehúye el vértigo.

Ambas cintas funcionan también como testamento del spaghetti western en su expresión más pura, menos paródica. Colizzi no teme homenajear a Leone, pero tampoco se le subordina: su puesta en escena es más grave, más pictórica, menos operística. Donde Leone explota la tensión con la fanfarria de Morricone, Colizzi construye con el silencio, con la espera, con la composición geométrica de figuras solitarias en horizontes ardientes. Sus interiores, con claroscuros dignos del caravaggismo, sugieren una teatralidad barroca que parece más cerca del altar que del saloon.

En este díptico, el cowboy ya no es americano ni italiano: es un símbolo flotante, atemporal, desplazado entre culturas. Y Terence Hill y Bud Spencer son, aquí, aún materia informe, mito en proceso, estatuas que aún no ríen pero que ya respiran una química que el cine futuro explotará en clave de comedia.
Colizzi nos lega, así, dos películas que resisten el tiempo como resiste la piedra: erosionadas, sí, por el olvido o por el vértigo del cine moderno, pero aún firmes, aún bellas, aún capaces de deslumbrar a quien se acerque sin prisa. Son difíciles. Son lentas. Pero como todo arte verdadero, exigen que el mundo se calle para escucharlas.

Epílogo: la dignidad del trazo menor
No estamos, conviene decirlo con claridad, ante obras maestras del género. Ni Tú perdonas… yo no ni Los cuatro truhanes alcanzan la altura trágica de El bueno, el feo y el malo, ni la fábula melancólica de Érase una vez en el Oeste. Tampoco poseen el nervio estilizado de Corbucci ni la perversión barroca de Damiani. Sin embargo, hay en estas dos películas una dignidad secreta, un esmero casi artesanal en la composición, que las vuelve valiosas más allá de su irregularidad narrativa o de su modesto eco histórico.

Ambas forman parte de ese linaje intermedio del spaghetti western que no rompió moldes pero sí supo perfeccionar los que otros habían moldeado. Su mérito no está en haber revolucionado el lenguaje del oeste mediterráneo, sino en haberlo ejecutado con nobleza visual, con rigor plástico y con una notable sensibilidad para los climas emocionales, los silencios, los rostros, los espacios y las pausas.

En tiempos de consumo veloz, volver a Colizzi es también un acto de resistencia: una invitación a redescubrir el valor del tempo lento, del plano cuidadosamente construido, del gesto que tarda en desplegarse pero deja huella. Y eso, aunque no sea genialidad, es cine que merece ser recordado.
Tal vez no las recordemos por sus historias, pero sí por algunas de sus imágenes, como si fueran cuadros antiguos colgados en la trastienda del gran museo del western europeo. Y basta con que una imagen resista el tiempo para que un film, aunque imperfecto, se gane su lugar en la memoria del arte.
