El boxeador chino (1970): puños de celuloide que inauguraron una era
Hay películas que no solo llenan salas, sino que golpean la historia del cine hasta dejarle cicatrices imborrables. El boxeador chino (The Chinese Boxer, 1970), dirigida y protagonizada por Jimmy Wang Yu, es uno de esos puñetazos creativos que abrieron la senda del cine de artes marciales moderno. Su sombra, casi fantasmagórica, se proyecta sobre Bruce Lee, sobre la edad de oro de la Shaw Brothers y sobre los videoclubs de los años ochenta donde descubrimos, boquiabiertos, un universo de sangre estilizada y heroísmo primario.
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Jimmy Wang Yu —actor convertido en apóstol del kung-fu fílmico tras One-Armed Swordsman— decidió abandonar las espadas de wuxia para abrazar el combate cuerpo a cuerpo. Con ello, eliminó las coreografías etéreas de guerreros flotantes y apostó por la contundencia del golpe directo. Fue una ruptura que hoy parece inevitable pero que entonces sonaba a herejía: el wuxia dominaba las pantallas asiáticas, con héroes que brincaban entre bambúes como si desafiaran la gravedad. Wang Yu bajó a sus luchadores al barro, los hizo sangrar y sudar, y puso el cuerpo humano —sin cables ni trucos— como única arma.
La trama es sencilla hasta lo mítico: un estudiante de artes marciales ve cómo una banda rival destruye su escuela y mata a su maestro. La venganza se convierte en destino y el héroe, en un puño imparable. Pero la simplicidad narrativa es su fuerza: cada plano parece un manifiesto que anuncia el nacimiento de un nuevo cine de acción, donde el combate ya no es ballet aéreo, sino rabia física.

Técnicamente, El boxeador chino sorprende aún hoy por su crudeza. Las peleas tienen un pulso áspero, sin el refinamiento posterior de coreógrafos como Yuen Woo-ping. Esa tosquedad es su virtud: vemos el germen de un estilo que aún no sabía que sería canon. Y ese germen germinó rápido: sin Wang Yu arriesgando aquí, Bruce Lee quizá no habría encontrado un terreno ya abonado para sus patadas fulminantes. El propio Jackie Chan ha reconocido más de una vez la deuda con este film, que demostró que el cine de kung-fu podía existir sin el disfraz mítico del wuxia.
En Occidente, El boxeador chino llegó como un rumor extraño. En los setenta, cuando las salas europeas empezaban a proyectar títulos asiáticos junto a spaghetti westerns, la película ofreció a los espectadores algo primitivo y fresco. Décadas después, su espíritu revivió en los VHS que poblaron los estantes polvorientos de los videoclubs. Muchos descubrimos allí, entre carátulas desvaídas, a Wang Yu erigiéndose como un pionero.
El film también funciona como cápsula cultural: el Hong Kong de finales de los sesenta bullía entre la modernización y la herencia colonial británica. El cine de artes marciales, con su exaltación de lo chino frente a los invasores extranjeros, era un grito identitario. El boxeador chino recoge ese pulso nacionalista, especialmente en la representación de los villanos japoneses, una elección polémica pero comprensible en su contexto histórico.

Revisitar la película hoy es asistir a un Big Bang cinematográfico. No es una obra perfecta: su montaje abrupto y su interpretación algo rígida recuerdan sus limitaciones. Pero esa imperfección forma parte de su encanto: es el cine en bruto, antes de que la industria lo limara para hacerlo vendible. Su violencia frontal, su moral de hierro y su estética casi amateur respiran autenticidad.
Mirando hacia atrás, El boxeador chino es más que un título de culto: es la piedra angular sobre la que se levantó el cine de kung-fu moderno. Sin él, tal vez no habríamos tenido el rugido de Bruce Lee, las acrobacias de Jackie Chan ni las epopeyas de Jet Li. Su importancia no reside solo en lo que muestra, sino en lo que desencadenó. Para los cinéfilos nostálgicos, volver a ella es como abrir un viejo VHS y sentir el olor del plástico y del polvo: un recordatorio de que, a veces, una sola película puede cambiar el curso de un género entero con la sencillez de un puño cerrado.