Crítica de ‘Marcado para morir’
‘Marcado para morir’: el arte de aceptar al héroe que no pretendía serlo
Crítica de ‘Marcado para morir’. Hablar de Chuck Norris como figura icónica del siglo XX es reconocerlo como un artefacto cultural, un arquetipo de acción que trasciende el cine para inscribirse en la mitología pop. Con sus puños como argumentos y su estoicismo como sello, Norris consolidó su presencia en el cine de los videoclubes, un espacio donde las cintas de acción encontraron su público ideal: jóvenes en busca de adrenalina, héroes de moral inquebrantable y dosis generosas de espectáculo. Sin embargo, preguntarse si ‘Marcado para morir’ (1981), dirigida por James Fargo, aguanta el paso del tiempo es enfrentarse a una cuestión más interesante: ¿puede este cine de fórmula sencilla seducir aún a un público que ha vivido la sofisticación de obras contemporáneas como Mad Max: Fury Road o las complejidades psicológicas de Drive? La respuesta, sorprendentemente, es sí, aunque con matices.
Un cine de profesionalidad sin oropel
James Fargo, discípulo del estoico Clint Eastwood en sus días de Malpaso, dirige aquí con un pragmatismo funcional que no pretende innovar, pero tampoco desentona. Como en los westerns de los que bebía la obra de Eastwood, la cámara es eficaz y directa: cada plano cumple su función sin aspavientos, dejando que sea el héroe quien monopolice el magnetismo. Una de las pocas excepciones estéticas memorables en la cinta es el combate a contraluz, donde la figura de Norris se convierte en una silueta estilizada, casi mitológica, como si se tratara de un samurái moderno que, en lugar de katanas, empuña artes marciales coreografiadas con precisión. Aunque visualmente discreta, esta elección refuerza una atmósfera de misticismo que entronca con la fascinación occidental por el cine oriental, evocando ecos lejanos de Los siete samuráis de Kurosawa. Crítica de ‘Marcado para morir’
La trama: un héroe para tiempos simples
La narrativa, como bien apunta, es convencional y puede resultar incoherente en el contexto actual. Pero en su tiempo, estas películas no eran ejercicios de realismo, sino de fantasía masculina que coqueteaba con la justicia por mano propia, un eco del cine vigilante popularizado por Harry el sucio o El vengador anónimo. En Marcado para morir, el conflicto no es tanto la construcción de un mundo verosímil, sino el diseño de un protagonista cuyo ethos —el hombre que no retrocede, incluso cuando todo está perdido— es tan claro y comprensible como un mantra. Norris, con su inexpresividad casi budista, canaliza ese ethos a la perfección, creando una experiencia que funciona no tanto en términos narrativos, sino como una declaración de principios.
Un guiño al público: la cerveza San Miguel y la cultura del ocio
Pocos detalles hacen que una película de acción de este calibre trascienda, pero el consumo reiterado de cerveza San Miguel por parte de Norris es un gesto casi surrealista. Este anacronismo —que mezcla el exotismo de su ambientación asiática con un toque de costumbrismo europeo— puede parecer trivial, pero en realidad encapsula el espíritu del cine de videoclub: entretenimiento sin pretensiones, diseñado para consumirse junto con una cerveza fría y unas patatas fritas, más cerca del ritual colectivo que de la cinefilia introspectiva. Crítica de ‘Marcado para morir’
La vigencia de un legado imperfecto
Como bien señalas, Marcado para morir pertenece a un período anterior al fenómeno Cannon Films, cuando las producciones de acción aún se esforzaban por mantener un estándar mínimo de profesionalismo. Si la comparamos con obras como Código de silencio (1985), también de Norris, descubrimos que esta etapa inicial del actor se define por un equilibrio entre lo funcional y lo memorable, antes de abrazar plenamente la estética kitsch que dominaría el cine de acción de los 80. Es un cine que, al igual que los westerns de serie B de los años 50, requiere ser visto desde la perspectiva adecuada: con nostalgia y sin buscar en él una profundidad que nunca prometió.
En última instancia, disfrutar de Marcado para morir en la actualidad implica aceptar su naturaleza como artefacto cultural y como testimonio de un tipo de cine que, sin pretensiones, nos habla de un tiempo en que las historias eran simples, los héroes eran claros y las películas se saboreaban mejor con una cerveza en la mano. ¿Es esto menos valioso que el cine más reflexivo o sofisticado? Quizás no. Porque en el fondo, como las grandes obras del género, desde El mariachi hasta John Wick, lo que importa no es lo que se dice, sino cómo nos hace sentir: la promesa de que, aunque el mundo sea imperfecto, un solo hombre puede marcar la diferencia. Y eso, aunque sea con las sombras de Chuck Norris, sigue siendo cine. Crítica de ‘Marcado para morir’