Los ojos del gato: el primer huésped del betamax
En los templos domésticos de los años ochenta, antes de que las plataformas se adueñaran del salón y de que el cine se fragmentara en píxeles a la carta, hubo un objeto que transformó los hogares: el Betamax. Y como todo altar necesita su deidad inaugural, hubo películas que no llegaron a las estanterías por elección, sino por destino, como si quisieran ser las primeras en habitar la memoria de una familia. Los ojos del gato fue una de ellas. No la que se eligió, sino la que venía incluida con el aparato, como un pase de bienvenida al asombro grabado en cinta magnética.
Y qué adecuado resulta que Los ojos del gato fuera esa primera voz. Una película antológica, compuesta por relatos breves, pequeñas cápsulas que se prestaban a ser vistas y revisadas, saltadas y recuperadas, como si desde su concepción estuviera pensada para convivir con el reproductor, para encenderse una y otra vez en las tardes de curiosidad, en las noches de descubrimiento.

Aunque muchas veces queda eclipsada bajo la sombra tutelar de Creepshow, esta cinta dirigida por Lewis Teague y escrita por Stephen King posee un aroma propio, más juguetón, más apto para todos los públicos, sin perder nunca el guiño de ese humor negro que se desliza como una fina línea de tinta por sus tres relatos. El terror aquí no busca desvelos ni pesadillas, sino el escalofrío amable, la sonrisa torcida, la extraña satisfacción de lo inesperado.
Los ojos del gato se mueve, como su felino protagonista, con agilidad entre lo siniestro y lo casi familiar. El hilo conductor es un simple gato gris, errante y omnipresente, que atraviesa las tres historias como un viajero que conecta mundos y desentierra secretos.
La primera historia, con un James Woods brillante y nervioso, juega con la idea universal del deseo de cambiar, de abandonar un vicio, en este caso el tabaco, a través de métodos que rozan lo distópico. En su ligereza habita una sátira mordaz que recuerda a otras obsesiones cinematográficas: hombres que quieren dejar de ser calvos, adelgazar o reinventarse, siempre a costa de adentrarse en un laberinto donde la cura es peor que la enfermedad.

La segunda pieza es un ejercicio clásico de suspense: un desafío cruel a vida o muerte sobre la cornisa de un rascacielos. Es ágil, directa y casi arquetípica, como si estuviera diseñada para que el espectador, incluso en la repetición, contuviera el aliento en cada paso del protagonista sobre ese filo vertiginoso.
Pero es en la tercera historia donde el relato se torna fabulesco y encantador: un duende de pesadilla acecha a una niña mientras duerme, y sólo el gato, ese espectador sigiloso que hemos seguido, puede protegerla. Aquí el terror se abraza a la tradición de los cuentos populares, con ecos de leyendas antiguas, y un toque visual que parece salido de las páginas ilustradas de un libro infantil prohibido.
Con Los ojos del gato, el Betamax no solo traía una película, traía una experiencia. Era una puerta de entrada al ritual de ver, rebobinar, volver a empezar. Esta cinta no fue la elección sofisticada de un coleccionista, ni el estreno más esperado: fue, como tantos primeros títulos en las casas de entonces, el huésped que llegó con el aparato, el primer visitante que marcó la pauta de cómo se vería cine en ese salón.
No por azar, sino por sincronía, esta película ligera, episódica, accesible y fascinante, parecía hecha para esa función iniciática. Era un cine que se dejaba tocar, que se dejaba explorar desde cualquier escena, que se acomodaba a las rutinas familiares. Y así, en muchas casas, Los ojos del gato no fue sólo una película: fue la voz con la que hablaba el Betamax por primera vez.
En la vasta genealogía del cine doméstico, hay obras que se recuerdan por su excelencia, otras por su rareza, y algunas, como esta, por el lugar que ocuparon en la repisa, por ser la llave que abrió la caja mágica del cine en casa.