Hubo un tiempo, no tan lejano aunque ya sumergido en las brumas del recuerdo, en que los héroes eran de otra pasta: hombres de pólvora infinita, de mueca pétrea, tipos que ni en el fragor del combate ni en los más febriles encuentros carnales se permitían la mínima concesión al gesto. Eran estatuas vivientes, talladas en sudor y plomo, que hacían estallar el mundo desde los mismísimos créditos iniciales. Así eran las películas de acción de los años ochenta: epopeyas musculares de violencia coreografiada, tan sencillas como el primer cuaderno de caligrafía, pero que en la mirada asombrada del niño de entonces se desplegaban como odiseas imposibles.



Los villanos eran arquetipos sin matiz, monstruos sin redención. Los héroes, caballeros modernos que rescataban doncellas de todo pelaje: inocentes rubias con miradas de cervatillo, muchachas ciberpunk de andares desafiantes, o chicas de suburbio, ataviadas con camisas de cuadros y braguitas que desafiaban —no sin ternura— los cánones de la lencería contemporánea. Todo parecía más tosco, más honesto, más directo. Y sin embargo, era hermoso.
A veces, claro, aquellos héroes venían un poco desajustados, como aquel Exterminador (1980) al que le faltaba un tornillo y le sobraba queroseno. Pero lo habitual era que persiguieran causas nobles: salvar al padre de la muchacha explosiva, liberar al oprimido de la garra del tirano, o sencillamente devolver el equilibrio al mundo, ya fuese con un comando de excombatientes o —más frecuentemente— con un solo hombre como ejército. La palabra era un lujo prescindible. Un gesto, un cuchillo de combate, una escopeta de dos cartuchos y la percusión frenética de la ametralladora bastaban para sentar las bases de la justicia.



Todo era simple. Todo era claro. Una mirada bastaba para conquistar. Una frase bastaba para sentenciar: Muñeca, no deberías estar aquí. Y tras ella, el ritual ineludible: el desnudo gratuito, las bragas XL cayendo sobre la alfombra y la certeza de que el bien triunfaría al filo de la explosión final.
Y luego estaban los templos de aquel rito iniciático: los videoclubes. Brotaron de la noche a la mañana, como setas urbanas, hasta poblar cada rincón de España. Su expansión fue fulgurante, tanto como lo sería su desaparición. Allí, entre estanterías de plástico y carátulas brillantes, forjamos nuestra educación sentimental, y allí, entre el polvo de las cajas vacías, descubrimos que el amor podía tener la forma de la dependienta de turno: alta, morena, etérea y de curvas imposibles, sacerdotisa de un culto al que yo, adolescente entonces, acudía con la devoción de quien busca su dosis de heroína visual.



El estreno de la semana era un tesoro esquivo, siempre alquilado, siempre fuera de alcance. Las listas de espera eran laberintos burocráticos que solo los iniciados sabían sortear. Yo, pobre aprendiz, acumulé carnés de media docena de videoclubes y recorrí kilómetros de asfalto y deseo para encontrar la cinta ansiada. Pero la recompensa iba más allá de la película: era el guiño cómplice de la chica del videoclub, era el póster rescatado antes de que llegara a la papelera —nunca, claro, un póster de Almodóvar—, era el privilegio de devolver la película con días de retraso y sin recargo. Era, en fin, un juego de seducción en el que solo yo parecía no haber leído las reglas.
Grabábamos las películas como quien perpetra un atraco: dos vídeos VHS conectados clandestinamente en la casa de un amigo, calculando los minutos, vigilando a los padres. Y si la cinta era porno, el operativo alcanzaba la categoría de misión imposible.
En las estanterías había dos reinos soberanos: el terror y la acción. Pero el corazón de este relato late al compás de las balas. Dejaremos para otro día las aventuras de Crepozoides (1987), las galácticas de saldo, los thrillers libidinosos y las primeras incursiones adolescentes en el cine prohibido.
La aristocracia del videoclub la formaban Sylvester Stallone, Arnold Schwarzenegger y Chuck Norris. Ellos eran los dioses olímpicos que ocupaban las baldas más altas. Stallone nos brindó Cobra (1986), Rambo I (1982), Rambo II (1985); Schwarzenegger nos regaló Commando (1985) y la injustamente vilipendiada Ejecutor (1986). Chuck Norris, el más singular de todos, combatía con igual destreza a tiros, a puñetazos o pilotando helicópteros, como en Invasión USA (1985), donde bastaba su ceño para repeler ejércitos enteros.
Pero el tiempo, siempre voraz, nos condujo de las M60 a la patada giratoria. Llegaron Van Damme, con su Contacto sangriento (1988) y Cyborg (1989); Steve Seagal, con su hierática Por encima de la ley (1988); y un desfile de músculos y miradas afiladas que renovaron, con patadas y spagats, el arte de la violencia.


Había también héroes de segunda fila, como el hierático Dolph Lundgren en Red Scorpion (1988), una cinta cuyo póster presidió durante años la cabecera de mi cama, justo enfrente del de Rambo. Y estaban los outsiders: Lorenzo Lamas, Kurt Russell —con su inolvidable Rescate en Nueva York (1981) y su gloriosa Golpe en la pequeña China (1986)— y Patrick Swayze, cuya El guerrero del amanecer (1987) permanece como una reliquia imperfecta pero entrañable.
En los estantes más bajos, en la frontera de la serie Z, habitaban las italianadas y las joyas clandestinas: Destroyer, brazo de acero (1985), Serpiente Sam (1989), o la sorprendente Escuadrón (1988) del español José Antonio de la Loma. Obras menores, dirán algunos. Tesoros imperecederos, diremos nosotros, los que fuimos forjados a golpes de VHS.
El tiempo ha pasado. Los héroes se han desvanecido en la niebla del recuerdo. Los videoclubes son ahora ruinas arqueológicas. Pero aún hoy, cuando escucho el estruendo de una ametralladora en alguna película contemporánea, no puedo evitar sonreír. Porque sé que, en algún rincón remoto de mi memoria, todavía resuena aquella voz grave, insolente y dulce:
Anda… alégrame el día.
Y en ese instante, regreso a casa.