La mirada vertical: Orson Welles y el ojo que vino del cielo (o del infierno)

La mirada vertical: Orson Welles y el ojo que vino del cielo (o del infierno)

Hay miradas que observan el mundo. Y hay otras, como la de Orson Welles, que lo inventan. Desde Ciudadano Kane hasta F for Fake, Welles no filma lo que está: lo revela, lo talla, lo convoca desde dimensiones paralelas. Su cine no mira hacia delante, sino hacia lo profundo, hacia lo invisible. Su cámara, más que óptica, es un órgano místico: a veces celestial, otras veces infernal, pero siempre distinta, ajena, herética. No encuadra: conjura.

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Un ojo caído del firmamento

La mirada wellesiana no nace del encuadre clásico, ni siquiera del contrapicado funcional: nace del vértigo. Welles eleva la cámara a alturas teológicas o la entierra en ángulos imposibles, como si su visión viniera de un dios caído o de un ángel exiliado. En El proceso (1962), Kafka es filmado desde una cúpula gótica que parece mirar al hombre como un insecto. En Sed de mal (1958), los primeros minutos contienen un solo plano que no transita: flota. Como si el cine fuera un arte del espíritu más que de la materia.

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Su cámara no es un ojo humano. Es una presencia. Una entidad que se eleva o se arrastra, que observa desde el techo o desde la tierra, que parece tener conciencia. Filma a los personajes desde lugares donde nunca debería estar una lente, como si el propio relato hubiese sido invadido por lo onírico, por lo espectral.

La luz como cuchillo, el contraste como ética

Welles no ilumina. Esculpe con sombras. Su dominio del claroscuro no es decorativo, sino profundamente moral. El blanco y el negro no son aquí simples registros del celuloide: son zonas del alma. En Mr. Arkadin, el rostro humano puede ser un eclipse; en La dama de Shanghái, los espejos estallan no solo la figura, sino la noción misma de identidad.

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La luz se convierte en lenguaje, en advertencia, en grito silencioso. Sus personajes habitan entre el exceso y el vacío, entre la desmesura y el desgarro. No hay términos medios, porque su cine no está hecho para la neutralidad: está hecho para el asombro.

Personajes que brotan del inconsciente

Los seres de Welles no nacen del costumbrismo ni de la verosimilitud: nacen del subsuelo de la psique. Kane no es un magnate, es un mito fáustico. Quinlan no es un policía, es una ruina trágica con voz de trueno. Joseph K no es un hombre, es una culpa encarnada.

La dramaturgia de Welles bebe del barroco, del expresionismo, del teatro isabelino, del circo y del espejo. Sus personajes parecen haber atravesado el umbral de una pesadilla o salido de una galería de arte maldita. Son máscaras trágicas en busca de redención o condena, siempre marcadas por una grandeza quebrada, por una épica de lo deformado.

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El espejo y la alquimia: cine como prestidigitación

En Welles, todo detalle es alegoría. Cada cigarro, cada telón, cada plano reflejado tiene una doble vida. La mirada es siempre refractada, como si el propio cine se preguntara si puede confiar en su reflejo. El clímax de La dama de Shanghái, donde los disparos rebotan entre espejos rotos, es más que una secuencia memorable: es una declaración de principios. El cine es ilusión, sí, pero también es ruptura, trampa, clarividencia.

Welles, que fue mago literal, entendía que el cine no debía limitarse a contar historias: debía hipnotizar. Por eso su cámara no sigue, sino que conduce. Por eso no hay montaje invisible, sino montaje revelador. Cada corte bien puede ser un golpe de varita, un conjuro o un trueno.

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Conclusión: el ojo que lo sabía todo

Orson Welles no filmaba como los demás porque no veía como los demás. Su mirada no era realista, ni romántica, ni documental: era metafísica. Filmaba como si supiera el final de todo desde el principio. Como si sus personajes estuvieran atrapados en una liturgia visual que los desnudaba y los veneraba.

Su cine no fue una ventana al mundo. Fue una grieta. Una grieta por la que se colaron ángeles y demonios, emperadores caídos, espejos rotos, palabras de Shakespeare y miradas que ya no veremos nunca más. Su ojo no fue el del cronista, ni el del artista, ni el del espía. Fue, simplemente, el ojo de Orson Welles.

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Y desde esa altura —o desde ese abismo— nos sigue mirando.

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