La guerra de las galaxias y el crepúsculo del Technicolor: un artefacto cromático y sonoro de otra galaxia

La guerra de las galaxias y el crepúsculo del Technicolor: un artefacto cromático y sonoro de otra galaxia

Cuando La guerra de las galaxias (1977), aquella ópera espacial parida por la imaginación febril de George Lucas, llegó a las salas, no solo redefinió la ciencia ficción y las estructuras narrativas del blockbuster moderno, sino que también se erigió, casi sin quererlo, como uno de los últimos himnos de una era tecnológica que se desvanecía. A nivel técnico, Star Wars se convirtió en una pieza de transición, un puente fascinante entre el esplendor artesanal del celuloide clásico y la inminente revolución digital.

Lo que muchos no saben es que La guerra de las galaxias fue una de las últimas superproducciones realizadas en Technicolor verdadero, ese costoso y laborioso sistema que durante décadas tiñó las pantallas con colores de una densidad y profundidad que hoy, incluso con la sofisticación digital, resulta difícil de replicar.

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El Technicolor: una alquimia de la luz que agonizaba

El proceso Technicolor, en su época más emblemática, era una especie de alquimia industrial. Consistía en registrar la imagen a través de tres tiras de película separadas, cada una filtrando uno de los colores primarios: rojo, verde y azul. Este método, que alcanzó su cénit en los años 30 y 40 con títulos como Lo que el viento se llevó y El mago de Oz, proporcionaba una saturación, una riqueza tonal y una separación de color absolutamente física, tangible, gloriosa.

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Para finales de los años 70, este sistema empezaba a extinguirse, asfixiado por sus propios costes y por la llegada de procesos más económicos como el Eastmancolor. Sin embargo, La guerra de las galaxias —rodada en película Eastman pero transferida y exhibida en copias Technicolor de tinte imborrable— se benefició de este sistema en su vertiente final: la imbibición de tintes (dye transfer), que ofrecía colores sólidos, negros profundos y una resistencia al paso del tiempo que roza lo legendario.

Las copias Technicolor de La guerra de las galaxias poseen una textura cromática que las distingue incluso hoy: el azul de las estrellas es más hondo, el rojo de los sables vibra con una intensidad casi orgánica, los desiertos de Tatooine exudan una calidez dorada que abraza la retina. Hay una densidad emocional en estos colores que la reproducción digital jamás ha logrado capturar por completo.

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La importancia artística: cuando la imagen traspasa el sentido

¿Qué supone esto en términos artísticos? La respuesta es profunda: el Technicolor no solo aportó belleza, aportó carácter. La saturación de los colores no era un capricho visual, sino una herramienta emocional que amplificaba la mitología que Lucas estaba gestando. La lucha entre el rojo y el azul, el contraste entre el blanco de las armaduras imperiales y la arena terrosa de los paisajes, la forma en que el verde de Yoda más adelante vibraría como una entidad viviente: todo esto encuentra en el Technicolor un aliado que no embellece de forma gratuita, sino que magnifica el cuento de hadas galáctico con un lenguaje cromático poderoso y duradero.

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Los cielos en Technicolor no son simples fondos: son presencias. Los sables no son meros objetos: son heridas de luz. El Technicolor da a La guerra de las galaxias una textura física, palpable, casi mineral, que la sitúa en el umbral entre el cine clásico y el moderno. Su universo parece pintado con los pigmentos de los grandes mitos visuales, no con las paletas planas que asolarían décadas después el cine digital de consumo rápido.

El sonido estéreo: un rugido que cambió la galaxia

Pero La guerra de las galaxias no solo fue un canto de cisne visual. Fue también un amanecer sonoro. En 1977, la mayoría de las salas aún proyectaban películas en sonido monoaural. Lucas, junto al genial diseñador sonoro Ben Burtt y con la música inmortal de John Williams, aprovechó una tecnología aún incipiente: el sonido estéreo multicanal.

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Este despliegue permitió que los cazas X-Wing surcaran la sala de izquierda a derecha con una fuerza inédita, que los rugidos de Chewbacca y los estallidos de los blásters adquirieran cuerpo y volumen, y que la orquesta sinfónica de Williams envolviera al espectador no como un fondo, sino como una oleada emocional que le atravesaba de lleno.

El sonido de La guerra de las galaxias no solo acompañaba la imagen: la expandía, la engrandecía, la convertía en una experiencia física. Fue uno de los primeros films donde la espacialidad sonora se integró como parte del tejido narrativo, donde el oído del espectador debía estar tan alerta como sus ojos.

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Epílogo: un arte que se desvanece pero no se olvida

La guerra de las galaxias es, en cierto modo, una cápsula de transición: el último aliento del Technicolor y uno de los primeros rugidos del cine moderno sonoro. Su poder estético no radica solo en los efectos especiales o en sus criaturas inolvidables, sino en la forma en que la tecnología de la imagen y el sonido se conjugaron para crear una experiencia total.

Hoy, en la era de las paletas digitales planas, donde los colores parecen lavados y el sonido parece encapsulado, la densidad cromática y sonora de La guerra de las galaxias sigue vibrando como un recuerdo físico, un testimonio de un tiempo donde la luz y el sonido eran tallados a mano, donde cada copia de Technicolor era una pieza única, casi irrepetible.

Quizá ese sea el verdadero legado técnico y artístico de La guerra de las galaxias: recordarnos que la tecnología, cuando está al servicio del arte, puede crear galaxias donde perdernos no es solo un placer, sino un acto de reverencia.

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