De Spielberg a la sombra digital: la lenta disolución de Stranger Things en el espejo de Netflix

De Spielberg a la sombra digital: la lenta disolución de Stranger Things en el espejo de Netflix

Hubo un tiempo —no tan lejano— en que Stranger Things era un susurro glorioso del pasado. Una criatura extrañamente cálida que emergía del catálogo de Netflix como un homenaje sincero, vibrante y detallado al cine fantástico y juvenil de los años 80. Su primera temporada no era una serie, era una cápsula de tiempo. Todo en ella —desde los sintetizadores etéreos de su banda sonora hasta el brillo granuloso de sus luces navideñas— parecía salido de la memoria colectiva de una infancia analógica.

Pero lo que empezó como una carta de amor a Spielberg, Carpenter, King y Joe Dante, ha terminado siendo absorbido por el agujero negro que todo lo convierte en contenido: Netflix.

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Un homenaje que se convirtió en pastiche

La primera temporada de Stranger Things fue, ante todo, un acto de fe. Un ritual nostálgico perfectamente ejecutado: bicicletas en calles sin adultos, laboratorios misteriosos, monstruos invisibles y niños con alma. Era E.T. mezclado con Cuenta conmigo, Firestarter y Pesadilla en Elm Street. Era todo eso y algo más: la autenticidad de quien conoce y respeta sus fuentes.

Pero a medida que la serie se convirtió en fenómeno global, Netflix hizo lo que mejor sabe hacer: producir más, más rápido, más grande, más ruido. Y como suele ocurrir con las criaturas que se alimentan de su propio reflejo, la belleza se transformó en deformidad. Lo que era homenaje se volvió fórmula. Lo que era atmósfera se volvió neón postizo. Lo que era emoción se volvió melodrama.

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El espíritu 80s se rindió ante el algoritmo

Hay algo trágico —y profundamente revelador— en cómo Stranger Things fue devorada por la misma plataforma que la parió. En lugar de preservar su esencia, Netflix la convirtió en uno más de sus productos-tótem: seriales oscuros, alargados hasta la extenuación, hinchados de tramas paralelas y clímax cada quince minutos, todos cortados con la misma tijera digital. Todo debía servir al algoritmo. Cada episodio debía ser más largo. Cada personaje, más épico. Cada revelación, más alta. Como si el alma de Stranger Things no fueran sus niños y su inocencia, sino el volumen al que grita.

La estética también sucumbió: lo que al principio era una puesta en escena cuidadosamente retro, con texturas y colores propios de una cinta VHS remasterizada, terminó por parecer una maqueta de su propio recuerdo. La oscuridad ahora lo cubre todo. La luz cálida de las casas de Hawkins ha sido reemplazada por un claroscuro digital uniforme, sin profundidad. La serie ya no se ve como los 80: se ve como una imitación triste de sí misma.

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De la cultura pop al consumo pop

El mayor error de Stranger Things fue dejar de mirar hacia el cine de los 80 para empezar a mirarse en el espejo de sí misma. Y ese espejo, como todo en Netflix, está empañado por la urgencia del contenido. El encanto de los 80 estaba en su pausa, en su capacidad de dejar respirar a la emoción, de jugar con lo pequeño, de encontrar el terror y la maravilla en un bosque cualquiera. Las últimas temporadas, en cambio, no dejan espacio para nada que no sea ruido. No hay lugar para el susurro, solo para el grito.

La serie que se hizo grande por rescatar el alma de otra época, ha terminado convertida en una parodia de la suya. Ha pasado de The Goonies a un espectáculo de luces con alma de Riverdale. De Spielberg a un tráiler eterno.

Una metáfora de la era del contenido

Stranger Things no es solo una serie: es un ejemplo perfecto de cómo Netflix trata a sus propios hijos. Los engorda, los explota y los devora. La plataforma que parecía ser el nuevo hogar de la libertad creativa ha demostrado ser una cadena de montaje disfrazada de videoclub. Lo que comienza con amor acaba con algoritmo. Lo que nace como arte acaba como contenido.

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Y así, Stranger Things, que en sus inicios fue un homenaje al cine de aventuras con alma, ha terminado siendo víctima del mismo monstruo que pretendía conjurar: una sombra sin forma que devora todo lo que toca.

Porque si en los 80 la imaginación era lo que encendía el televisor, hoy es el televisor quien devora la imaginación.

Y en ese tránsito —del cine al contenido, del corazón a la fórmula— Stranger Things ha dejado de ser extraña. Se ha vuelto, simplemente, otra cosa más.

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