Crítica | La destrucción digital de un linaje artesanal: notas sobre Tierras perdidas

La destrucción digital de un linaje artesanal: notas sobre Tierras perdidas

Tierras perdidas, dirigida por Paul W. S. Anderson, es uno de esos artefactos recientes que, pretendiendo rendir homenaje al cine de aventuras fantástico de raigambre pulp, acaba convirtiéndose en la negación misma de su espíritu. No por falta de narrativa, ni siquiera por la cuestionable dirección de actores o el desequilibrado montaje, sino por su decisión terminal de apostarlo todo al simulacro digital, sustituyendo la fisicidad artesanal por un CGI omnipresente que despoja a la imagen de cualquier rasgo de textura, peso o alma.

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En su ambición por encapsular una épica de estética híbrida —una suerte de universo post-apocalíptico de brujas, guerreros y parajes imposibles—, el film se arroja desde el primer minuto a una orgía de efectos visuales carentes de carnalidad, de materia, de contacto. Así, lo que en los años 80 habría sido un delirio gozoso de gomaespuma, humo teatral y colores saturados, aquí se transmuta en una estilización artificial, sin pulso ni temperatura.

El cine de serie B —ese verdadero laboratorio de sueños baratos y alucinaciones mecánicas— jamás tuvo miedo al cartón piedra ni al alambre mal disimulado; muy al contrario, encontraba en esos límites su particular poesía visual. Películas como Evil dead 2 funcionaban no a pesar de sus limitaciones técnicas, sino gracias a una entrega absoluta a la invención manual: el maquillaje grotesco, las animaciones stop-motion, las prótesis absurdas pero memorables. Era el triunfo de la fantasía hecha con manos humanas. En cambio, Tierras perdidas peca de lo contrario: lo apuesta todo a una épica digital sin alma, una simulación sin rugosidad, donde lo imposible no fascina, sino que aburre, porque nunca logra parecer real ni, menos aún, verosímil en sus propias reglas.

poster-lost-lands-4280046-fotor-20250109185834-692x1024 Crítica | La destrucción digital de un linaje artesanal: notas sobre Tierras perdidas

Adaptando una historia de George R. R. Martin y contando con intérpretes de gran tirón comercial como Milla Jovovich y Dave Bautista, uno esperaría al menos un espectáculo autoconsciente, travieso, quizás incluso entrañablemente torpe. Pero lo que ofrece Anderson es un producto que ni siquiera alcanza la categoría de placer culpable. El guion explica y sobreexplica un mundo sin misterio; los encuadres parecen resueltos por descuido; la paleta cromática está drenada hasta el agotamiento; y la música subraya sin matizar. Nada recuerda al brío frenético y al desenfado juguetón de aquellas obras de videoclub que, sin mayor ambición que la de entretener, lograban, sin embargo, una autenticidad que hoy resulta inalcanzable para las superproducciones digitales de bajo coste.

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En definitiva, Tierras perdidas pretende sumarse al linaje del cine de culto, pero olvida que dicho linaje no se funda en los presupuestos, sino en la pasión. No basta con narrar mundos fantásticos: es preciso habitarlos. Y eso solo lo consigue quien pone en juego su imaginación con materiales tangibles, no quien simula grandiosidad desde el fondo verde de un plató vacío. La película no naufraga por falta de recursos, sino por no saber emplearlos para invocar lo que de verdad importa: una visión. Una que no se renderiza, sino que se construye plano a plano, con paciencia, error y cariño. Como se hacía antes, cuando los monstruos eran de látex… y tenían alma.

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