Más allá del sombrero: El tesoro de las 4 coronas, la joya perdida del exploit indiana jonesiano
En la estela polvorienta que dejó En busca del arca perdida (1981), brotaron como hongos cientos de imitaciones, homenajes, plagios y desvaríos: de Filipinas a Italia, pasando por Turquía o México, todos quisieron tener su propio Indy. Algunos lo intentaron con nobleza, otros con desvergüenza y no pocos con una fascinante mezcla de ambas cosas. Pero entre ese desierto de imitaciones hay un oasis casi secreto: El tesoro de las 4 coronas (Treasure of the Four Crowns, 1983), una película que fue olvidada, denostada… y que, sin embargo, es un diamante tosco del cine de aventuras de explotación.
El arqueólogo acrobático en 3D
Dirigida por Ferdinando Baldi —maestro del spaghetti western reciclado en cine de efectos tridimensionales—, El tesoro de las 4 coronas se vende como una versión low cost de Indiana Jones, pero está más cerca del cine de magia, ocultismo y trampas mortales que de un simple plagio arqueológico. Fue rodada en glorioso (y desastroso) 3D, tecnología que en los ochenta vivió un brevísimo resurgir, y que aquí se usa de forma agresiva, delirante, casi punk: lanzas, antorchas, calaveras y serpientes que saltan literalmente hacia la cara del espectador como si la pantalla tuviera hambre.
Tony Anthony —protagonista, productor y creador del proyecto— interpreta a J.T. Striker, un mercenario solitario con pasado misterioso y un talento especial para sobrevivir a trampas ancestrales, puertas selladas y tiroteos inverosímiles. Striker es un Indy de segunda mano, con barba de tres días, chaqueta raída y mirada de tipo que ha dormido en más bares que bibliotecas. No tiene el carisma de Harrison Ford, pero se defiende con descaro y torpeza encantadora.

Misticismo, pólvora y luces estroboscópicas
El argumento es un pastiche glorioso: una expedición reúne a un grupo de especialistas para recuperar las míticas Cuatro Coronas, objetos de poder espiritual que se encuentran repartidos en templos ocultos y custodiados por fuerzas sobrenaturales. El primer acto es una secuencia de apertura que no tiene nada que envidiar —en intensidad— al arranque de Indiana Jones: un asalto a una fortaleza repleta de trampas mortales, proyectiles en llamas, puentes colapsados y explosiones que parecen coreografiadas por un pirotécnico aficionado al LSD.
La música, cortesía de Ennio Morricone en uno de sus encargos más olvidados, alterna lo solemne con lo hortera, y logra elevar algunas escenas a una mística inesperada. El montaje es salvaje. El ritmo, atropellado. Y sin embargo, hay una especie de nobleza artesanal en cada plano: la cámara se arriesga, la puesta en escena es creativa pese a su bajo presupuesto, y los efectos especiales —aunque torpes— tienen un encanto infantil y de feria que fascina.

Más exploit que homenaje
El tesoro de las 4 coronas no es una parodia ni una sátira: es un exploit en toda regla. Pero no se limita a copiar. Busca crear su propio universo mitológico, su propia lógica de aventuras y secretos ocultos. No hay referencias bíblicas ni nazis, pero sí sectas ocultistas, reliquias con poderes paranormales y una ambientación que mezcla lo medieval, lo oriental y lo mesoamericano sin ningún rigor y con mucha imaginación.
Como todo buen exploit italiano, la película está construida a base de retales culturales y paisajes reciclados, pero tiene un alma peculiar. No es Los cazadores del arca perdida, claro. Ni siquiera Allan Quatermain. Pero se mueve con soltura entre lo ridículo y lo maravilloso. Y si uno la ve con los ojos adecuados —los de un niño con fiebre en los años 80, quizás—, el viaje es tan disfrutable como caótico.

Tesoro enterrado
Hoy en día, El tesoro de las 4 coronas apenas se menciona fuera de círculos de coleccionistas, fanáticos del VHS y arqueólogos del celuloide perdido. Pero merece su redescubrimiento. Porque en su exceso, su torpeza y su honestidad, respira el mismo espíritu que hizo grande al cine de aventuras: el riesgo, la fantasía, la promesa de lo imposible. Y sí, tal vez su sombrero sea de fieltro barato… pero bajo él aún late un corazón de explorador.
Así que desempolva las gafas 3D, apaga el cinismo y lánzate a este templo olvidado del cine pulp. Porque a veces, los mejores tesoros están donde nadie mira.