Yor, el cazador que vino del futuro: del músculo al delirio estelar
Hay películas que no se miran, se mascan. Tienen aroma a videoclub cerrado con llave, a cinta magnética mordida por el tiempo y a carátulas pintadas con más épica que presupuesto. Yor, el cazador que vino del futuro (1983), dirigida por el inclasificable Antonio Margheriti bajo el seudónimo anglosajón de Anthony M. Dawson, es precisamente eso: una fragancia, un espejismo muscular, un grito bárbaro arrojado al espacio.
Un héroe rubio, un hacha de espuma y un planeta que no sabe en qué época vive
Reb Brown, hercúleo y de mandíbula perpetuamente tensa, da vida a Yor, un guerrero rubio platino que parece haber salido de una portada de Conan, pero que, a medida que avanza la película, descubre que su tierra de dinosaurios y taparrabos es en realidad un mundo posapocalíptico donde sobreviven restos de una civilización tecnocrática. Es decir: la espada y el láser conviven como si tal cosa.
La película —rodada entre Turquía e Italia con decorados que gritan “¡cartón-piedra!” desde todos los ángulos— se debate sin complejos entre el peplum de serie B, la ciencia ficción pulp y una estética pop pre-Mad Max barnizada con neón. Es un palimpsesto salvaje donde conviven cavernícolas, androides, pirámides, mujeres en biquini metálico y luchas a puñetazo limpio sobre acantilados de porexpán.

El futuro es un decorado mal iluminado
Margheriti, artesano del caos fílmico y veterano de la fantasía eurotrash, no aspira a la coherencia sino al estallido visual continuo. Las escenas se suceden como viñetas de un cómic de baratillo: un dinosaurio de plástico inflable, una tribu que adora al sol, una tormenta de rayos sobre una base secreta, un holograma paternalista que habla en clave existencial. Todo ello aderezado con una banda sonora que mezcla sintetizador galáctico y guitarras heavy de ascensor.
Y sin embargo —o precisamente por ello—, Yor se eleva. No como obra maestra, sino como testimonio irrepetible de una época en que el cine de aventuras se atrevía a mezclarlo todo sin pedir perdón. Hay en sus fotogramas una sinceridad que hoy resulta marciana: cada plano pretende fascinar, aunque sea con cartón, peluca y niebla artificial.
Filosofía de caverna y rayo láser
Bajo sus capas de artificio y confusión, la película plantea una pregunta perturbadora: ¿y si el pasado fuera el futuro? ¿Y si el origen del hombre no estuviera en la cueva, sino en el colapso de una civilización técnica? Este relato de ciencia ficción disfrazado de epopeya cavernícola invierte el mito darwinista y lo convierte en un bucle retrofuturista: cuanto más avanza Yor, más se hunde en un pasado que fue un futuro.

La figura del héroe no es aquí un mesías ilustrado, sino un hombre fuerte que rompe puertas, besa mujeres y decapita reptiles. Y no necesita más. La película jamás pretende trascender, pero su exceso kitsch se convierte en arte por acumulación. El mal gusto deviene estilo; la torpeza, gesto poético involuntario.
Un canto de cisne de la imaginación desatada
Yor, el cazador que vino del futuro es una película que no debería existir, y sin embargo sobrevive, se revaloriza, se ríe de nuestros cánones. En su torpeza hay audacia, en su ridiculez, una valentía perdida: la de rodar sin red, sin ironía posmoderna, sin calculadora de audiencia.
Para el espectador que aún cree en el poder del asombro, que no teme al ridículo si este lleva capa de cuero y mirada estoica, Yor es una epopeya atómica, un sueño febril de videoclub resucitado, un himno bastardo al cine como juguete.
Porque al final, ¿quién no querría ser un poco Yor? Nacer entre dinosaurios, batallar contra androides y, sin saberlo, venir del mismísimo futuro.