Aventuras en la gran ciudad (1987): la ternura azulada de una noche urbana que nunca existió

Aventuras en la gran ciudad (1987), dirigida por Chris Columbus, es una de esas obras que no se comprende del todo con el análisis lógico, sino que se recuerda como un olor de infancia: mezcla de goma quemada, papel viejo y la dulce amenaza de lo desconocido al doblar una esquina en la ciudad.

Esta cinta, injustamente olvidada en las listas canónicas pero eternamente viva en la memoria sensorial de una generación, exhala frío. No el frío helado del terror, sino ese fresco emocional que cubre la piel cuando uno se expone a lo inesperado. Hay neón, pero no hay calor. Hay luces, pero no hay fiesta. La urbe es un monstruo que respira vapor desde sus entrañas de alcantarilla, como si Chicago —aunque no se diga que lo es— fuese un dragón cansado que bosteza y lanza humo, y nuestros protagonistas lo cabalgasen con la candidez de quien aún no entiende el peligro.

bddWCMRxVW7e1VJCz3pEZug5oJx-1024x576 Aventuras en la gran ciudad (1987): la ternura azulada de una noche urbana que nunca existió

La textura es húmeda y metálica. Las calles parecen mojadas siempre. El asfalto resbala como un recuerdo mal curado. La aventura transcurre entre estaciones: la película es invernal, con ese crujido melancólico de hojas secas pisadas por zapatillas infantiles que corren por las avenidas, lejos de casa, sin permiso, pero con propósito.

La fotografía de Ric Waite apuesta por los contrastes marcados: interiores cálidos, amarillos, como el hogar y el refugio; exteriores fríos, azulados, iluminados por farolas que parecen más sospechosas que protectoras. La ciudad es una amenaza envolvente, pero nunca cruel: lo peligroso tiene siempre una salida. Y en eso radica su magia.

La dirección artística captura esa mezcla entre miseria y cómic, entre el grafiti auténtico y el decorado de cartón piedra que suaviza la desesperanza real. Hay ratas, hay punkis, hay mafias… pero todo tiene un tono de fábula, como si la ciudad hubiese sido tamizada por el sueño de un niño que ha leído demasiados Spider-Man o más bien demasiados Thor.

La música de Michael Kamen, con ecos de jazz urbano, sintetizadores contenidos y leitmotivs juguetones, guía la aventura con elegancia y ternura. Cada nota parece sonar desde un walkman colgado de la cintura de uno de los personajes. El ritmo narrativo es el de la urgencia adolescente: todo es ahora, todo importa, todo puede cambiar en una noche.

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Pero es el guion —y sobre todo el tono con que se ejecuta— lo que convierte esta cinta en una joya sensorial. Aventuras en la gran ciudad no busca sermonear. Habla de pobreza, de incomodidad, de sexo, de marginalidad… pero lo hace con una ligereza que no banaliza, sino que acompaña. La revista Playboy que aparece no escandaliza, sino que ilumina el rostro de un niño con la perplejidad genuina de quien aún no ha entrado en el mundo adulto. Elizabeth Shue no es un objeto, sino una figura luminosa, una adolescente tardía atrapada en responsabilidades. Su belleza no se explota: se contempla, como se contempla un rayo de sol en el andén vacío de una estación de metro.

La cinta, en su conjunto, tiene sabor. Un sabor a mantequilla de cine viejo, a golosinas ácidas, a hamburguesas envueltas en papel marrón y a noches en que uno deseaba perderse, sin miedo, porque el mundo aún parecía un terreno jugable.

DOnofrio-como-Thor-en-Aventuras-en-la-gran-ciudad-Adventures-in-Babysitting-1024x555 Aventuras en la gran ciudad (1987): la ternura azulada de una noche urbana que nunca existió

Aventuras en la gran ciudad es una película de ternura disfrazada de comedia de enredos. Una odisea infantil que roza lo adulto sin dejarse ensuciar por el cinismo. Y su textura, al recordarla, es como una chaqueta vaquera: áspera, resistente, de otro tiempo… pero eternamente ponible.

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