Steven Hilliard Stern: el sastre invisible de leyendas

Steven Hilliard Stern: el sastre invisible de leyendas

En las vastas avenidas de la historia audiovisual, donde las estrellas se alzan y caen como fuegos artificiales en la noche de los tiempos, hay nombres que brillan con luz propia y otros que, con silenciosa maestría, encienden las mechas. Steven Hilliard Stern pertenece a esta segunda estirpe: artesanos discretos, demiurgos de lo cotidiano, cuyos dedos invisibles hilvanaron los primeros pasos de actores que más tarde conquistarían los templos de Hollywood. Stern es, sin saberlo muchos, un descubridor de dioses.

MV5BODdkM2RiOGUtNDkwNy00Njg5LThhZjUtY2Q4ZWVkMTZhMTIwXkEyXkFqcGc@._V1_FMjpg_UX1000_-830x1024 Steven Hilliard Stern: el sastre invisible de leyendas

Nacido en la pulcra escuela de la televisión norteamericana de los años setenta, Stern se especializó en telefilmes y series que parecían destinadas a desvanecerse en el éter de lo intrascendente. Pero bajo esa piel modesta se ocultaba un ojo clínico, casi místico, para detectar el fuego larvado en intérpretes aún sin esculpir. El mapa de sus descubrimientos es, en sí mismo, un atlas secreto de las futuras leyendas.

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Kim Basinger, antes de desarmar al mundo con su gélida sensualidad en 9 semanas y media, fue dirigida por Stern en El fantasma del vuelo 401 (1978), donde sus primeras armas frente a la cámara ya dejaban entrever la inquietante fragilidad que se convertiría en su sello. No mucho después, Generaciones en conflicto (1980) le ofreció a Timothy Hutton —futuro Oscar por Gente corriente— su primer gran escaparate emocional, en otra de esas producciones televisivas que Stern sabía transformar en crisoles de talento.

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Stern no sólo descubría, también propulsaba. En Running (1979), se cruzó con un joven Michael Douglas, aún lejos de la madurez magnética de Wall Street, pero ya vibrante bajo su batuta. Y en Milagro en el hielo (1981), Steve Guttenberg, antes de encarnar al entrañable Mahoney en Loca academia de policía, se entregaba con convicción a la crónica épica del hockey americano.

Pero quizá lo más fascinante del legado de Stern sea su asombrosa puntería para intuir lo que estaba por explotar. Sharon Stone, aún sin la estampa de femme fatale definitiva, fue tallada por él en Fuerte promesa (1986), donde desplegó por primera vez esa mezcla de determinación y vulnerabilidad que más tarde incendiaría Instinto básico.

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Y cuando Tom Hanks apenas era un muchacho de voz temblorosa, fue Stern quien le dio su primer rol protagónico en El umbral del juego (1982), ese telefilme donde el joven Hanks vagaba por laberintos tanto físicos como psicológicos, presagiando la sensibilidad que lo llevaría a convertirse en uno de los rostros esenciales del cine estadounidense.

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El golpe de gracia vino con El mágico mundo de Disney: joven otra vez (1986), donde un muchachito canadiense de nombre Keanu Reeves comenzaba a moldear su singular combinación de inocencia y enigma. Stern lo supo ver, como si hubiera adivinado al Neo del futuro, al samurái digital, al guerrero de la melancolía.

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Steven Hilliard Stern no dirigía obras maestras ni buscaba la posteridad. Era, quizá, un jardinero de talentos, un sastre de primeros trajes, alguien cuya verdadera película estaba siempre en el rostro incipiente de esos actores que, con él, ensayaron sus primeros latidos cinematográficos. Su filmografía, tan vasta como desapercibida, es un cofre de inicios, de bifurcaciones secretas donde las leyendas aún eran sólo promesas.

En un mundo que aplaude al que llega y olvida al que abre la puerta, Stern merece ser recordado como el hombre que supo ver el oro en la roca. Porque en cada gran estrella hay siempre un artesano anónimo que, una vez, creyó en ellos. Y Steven Hilliard Stern creyó antes que nadie.

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