Russell Mulcahy: el barroquismo eléctrico del videoclip al celuloide
Pocos directores han arrastrado consigo, película tras película, una identidad tan marcada como Russell Mulcahy. Nacido en Australia pero hijo adoptivo del videoclip ochentero, Mulcahy no es un cineasta de la palabra ni del tempo clásico, sino de la imagen exaltada, del movimiento vertiginoso y del claroscuro como trazo emocional. Su cine no busca la perfección narrativa ni la sobriedad académica, sino la excitación sensorial. Es un director de atmósferas, de formas, de texturas. Un orfebre del exceso, para bien y para mal.

El origen videoclipero: estética ante todo
Mulcahy se formó en el arte de capturar una canción en tres minutos y vestirla con imágenes inolvidables. Su trabajo para artistas como Duran Duran o Elton John definió la gramática del videoclip moderno. Allí desarrolló su firma visual: cortes rápidos, luces neón, composiciones angulosas, contraluces dramáticos y una cámara que jamás se queda quieta. Su transición al cine no fue una renuncia a ese estilo, sino su amplificación.
En Highlander (1986), su obra más icónica, Mulcahy despliega toda su paleta: encadenados visuales que funden tiempos históricos, coreografías visuales con espadas como pinceles, y un uso del humo, la luz lateral y la lluvia como elementos coreográficos. La película no sólo narra una historia de inmortales: es una ópera de videoclip de dos horas con alma de tragedia romántica.

Vicios y virtudes de la puesta en escena
La puesta en escena de Mulcahy es, ante todo, maximalista. Ama los movimientos de cámara ostentosos: grúas que se elevan como plegarias, travellings circulares que encierran a los personajes en espirales emocionales, planos subjetivos que distorsionan la percepción del espacio. La cámara no observa: participa, dramatiza.
Su iluminación es expresionista y artificiosa, heredera del film noir y del cómic. Los colores intensos —verdes venenosos, azules helados, rojos sangrantes— no buscan naturalismo, sino sugerencia emocional. A menudo utiliza el claroscuro no solo para crear atmósfera, sino para segmentar psicológicamente a los personajes: lo oculto, lo revelado, lo condenado.

Sin embargo, esa exuberancia visual no siempre está al servicio de una narración precisa. Mulcahy suele privilegiar la estética por encima del ritmo narrativo, lo que conduce a veces a películas que se sienten desbalanceadas: visualmente arrolladoras pero narrativamente inestables. Ricochet (1991) y Resurrection (1999) son buenos ejemplos: thrillers que bordean lo alucinógeno, pero que se extravían en su propio estilo, como si el director se enamorara tanto de su forma que olvidara el fondo.
Temática: identidad, condena y dualidad
A pesar de su fama de director visual, hay un patrón temático recurrente en su cine: la búsqueda de identidad en personajes marcados por la condena. El Highlander, el fiscal acosado de Ricochet, el asesino atormentado de Resurrection, o incluso el Scorpion King de sus entregas posteriores —todos son figuras desgarradas entre lo que fueron y lo que deben ser, entre lo que recuerdan y lo que los define.
Mulcahy se siente atraído por la dualidad: el bien y el mal no son categorías fijas, sino reflejos distorsionados. Sus héroes son moralmente inestables, sus villanos, carismáticos y trágicos. La violencia, siempre estilizada, es menos un acto físico que un reflejo simbólico. En su cine, morir es poético, matar es inevitable.

Lo narrativo y lo visual: una tensión constante
La gran paradoja del cine de Russell Mulcahy es que parece más interesado en construir sensaciones que en contar historias. Su narrativa está al servicio del clima, no del desarrollo clásico. Prefiere insinuar a explicar, crear atmósferas antes que motivaciones. Esta elección lo ha marginado en el canon de los grandes narradores cinematográficos, pero le ha asegurado un lugar especial entre los estilistas puros.
En sus mejores momentos —el duelo en la iglesia de Highlander, la persecución bajo lluvia en Ricochet, los rituales visuales de Razorback— logra un equilibrio perfecto entre forma y emoción. Pero en otras ocasiones, su exceso visual se convierte en un ruido que opaca al relato.

Conclusión: el barroquismo como firma
Russell Mulcahy es un director que filma como un músico barroco: ornamenta cada nota, cada plano, con una floritura. En su cine no hay economía, hay sinfonía. Su legado es el de un cineasta que nunca quiso ser discreto, que entendió el cine como un espectáculo sensorial donde la imagen es reina y el argumento, si sobrevive, bienvenido sea.
En un mundo de autores encorsetados por lo narrativo, Mulcahy eligió el vértigo, la sobrecarga y el exceso. Y aunque eso lo relegó a las orillas del mainstream, también le aseguró una filmografía reconocible, única, que respira con la intensidad de una tormenta eléctrica filmada en cámara lenta.