Megaforce: la epopeya desmesurada que reinó en las estanterías del videoclub
En el santuario sagrado del videoclub ochentero, donde la decisión se tomaba al vuelo con la vista clavada en una carátula que prometía sudor, explosiones y heroísmo de plástico, Megaforce (1982) era un emblema insoslayable. No era la gran superproducción ni el blockbuster esperado, pero su portada —una legión de guerreros metálicos, motos futuristas y armas imposibles, bañados en un aura neón y ácido— seducía sin piedad al aficionado a la aventura sin complejos.

Producida por Cannon, pero con un espíritu muy distinto a sus clásicos, Megaforce fue dirigida por Hal Needham, leyenda del cine de acción y especialista en crear adrenalina pura con recursos modestos. Aquí la fórmula era sencilla: un ejército de élite disfrazado de ciencia ficción kitsch lucha contra un villano malvado en escenarios que parecían sacados de una feria futurista de mala muerte. Pero es precisamente ese exceso, esa pulpa desbordada, lo que convirtió a la película en un fenómeno de alquiler.
Con Barry Bostwick a la cabeza, armado de músculos de gimnasio y una sonrisa forzada, la película no brillaba por sus diálogos ni por su coherencia, sino por su descaro total. Los efectos especiales eran rudimentarios, los vehículos se parecían a juguetes gigantes y la trama se desenvolvía entre persecuciones imposibles y escenas de acción tan exageradas que rozaban lo surrealista.

Lo que realmente hizo de Megaforce un clásico indiscutible del videoclub fue su aura de aventura desatada y su promesa visual, que calaba hondo en el imaginario de cualquiera dispuesto a dejarse llevar por un torbellino de testosterona y neón. Una carátula, una sinopsis breve y la urgente necesidad de evasión bastaban para hacer de esta película una estrella fugaz en las estanterías.
Hoy, Megaforce vive como una reliquia sagrada del cine de serie B ochentero, un faro para todos los que buscan en la imperfección y el exceso la verdadera esencia de la aventura cinematográfica. Porque a veces, más que la perfección, es la audacia kitsch la que deja huella indeleble en el recuerdo.

Megaforce (1982): un carnaval mecánico de futurismo desbocado y heroísmo plástico
En la cartografía del cine de acción ochentero, Megaforce emerge como un enclave singular donde se cruzan el artificio de la ciencia ficción de bajo presupuesto y el espectáculo desmesurado característico de la serie B. Dirigida por Hal Needham, uno de los artesanos más reconocidos de la acción con sabor a gasolina y músculo, esta cinta es una oda al exceso cromático y al diseño visual exuberante, a la vez que una lección involuntaria sobre los límites de la manufactura fílmica industrial.
Desde su plano inicial, la película se sumerge en una paleta saturada de colores neón y metálicos, que reivindican la artificialidad como un gesto plástico consciente. La puesta en escena privilegia la monumentalidad kitsch: motocicletas que parecen esculturas de plástico, vehículos futuristas con una estética que roza lo circense, y un vestuario que transita entre el militar y el comic-book. Este diseño visual no busca la verosimilitud sino la hipérbole estética, revelando un cine que abraza la teatralidad más que la mimética.

En términos narrativos, Megaforce se mueve por senderos maniqueos y arquetípicos, con un relato centrado en un comando de élite al servicio de un gobierno global imaginario. La dirección de Hal Needham privilegia el ritmo ágil y la concatenación incesante de set-pieces espectaculares sobre la complejidad psicológica. Así, el montaje emplea cortes rápidos y planos medios que enfatizan la coreografía bélica y la energía cinética, más que la introspección dramática.
La fotografía, a cargo de Harry Stradling Jr., insiste en enfatizar contrastes agudos y texturas artificiales, subrayando esa estética de neón y brillo pulido, casi como un videojuego anacrónico en celuloide. La banda sonora, compuesta por Kenneth Wannberg, amalgama sintetizadores propios de la época con melodías heroicas que refuerzan el espíritu épico y sinfónico, aunque muchas veces envueltas en una atmósfera irreal, a la par que fascinante.

Actoralmente, Barry Bostwick encarna un protagonista de carisma contenido, casi resignado a su destino como arquetipo de héroe de acción plastificado, mientras que la mayor virtud reside en la construcción colectiva de un grupo que funciona como máquina bélica y espectáculo visual. La dirección actoral apuesta más por la contundencia física que por el matiz emocional, en coherencia con la propuesta general.
Megaforce es, en suma, un filme que celebra la artificialidad del cine de serie B como una forma estética legítima. Su valor reside menos en la narración o en el realismo y más en la textura visual, el tempo vertiginoso y ese tono que alterna entre la grandilocuencia farsesca y el homenaje sincero al imaginario pop. La película se convierte así en una experiencia sensorial, una especie de carnaval mecánico que desafía la gravedad de la crítica para entregarse a la belleza de lo exagerado.