Janet Leigh: la primera reina del grito y la piel que estremeció a Hollywood

En el vasto salón de espejos que es la historia del cine, pocas imágenes han quedado tan grabadas en la retina colectiva como la de Janet Leigh gritando, atrapada entre las cortinas de una ducha, mientras el acero afilado de la muerte baila al compás de los violines de Bernard Herrmann. Pero reducir a Leigh a esa icónica escena sería tan torpe como encerrar a una mariposa en un frasco: su figura trasciende ese minuto brutal. Ella es mucho más que la primera scream queen; es la encarnación misma de una sensualidad elegante, luminosa, y, al mismo tiempo, peligrosamente accesible.

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La sensualidad que no pedía permiso

Janet Leigh no fue una vamp ni una bomba de relojería al estilo de Jayne Mansfield o Mamie Van Doren. No necesitó dinamitar la pantalla con gestos exagerados ni con miradas devoradoras. La sensualidad de Leigh era, en cambio, una corriente subterránea, un perfume que se filtraba entre los diálogos, una tibieza que se insinuaba en la curva de su sonrisa y en la naturalidad de su gesto.

Había en ella una belleza que invitaba al acercamiento, pero que, en su núcleo, escondía un misterio no del todo accesible. Esa es precisamente la clave de su magnetismo: Leigh era la chica que podías imaginar al otro lado de la calle, pero cuando cruzabas, descubrías que era una esfinge, una figura rodeada de un aura inquietante que nunca terminabas de descifrar.

Su erotismo —fino, elegante, casi doméstico— se colaba por las rendijas de personajes como la heroína moral de Touch of Evil o la fugitiva de Psycho, mujeres atrapadas entre la vida ordinaria y un abismo que siempre parecía rozarlas con los dedos.

Marion Crane y el grito inaugural

Cuando Alfred Hitchcock la escogió para Psycho (1960), estaba cometiendo un acto de subversión elegante: convertir a una actriz querida por el público en una transgresora, en una ladrona de sobres con dinero ajeno, en una mujer que se permite, por un instante, vivir al margen de la norma. Janet Leigh, con su belleza cristalina y su voz dulce, fue la carnada perfecta para un espectador acostumbrado a que la protagonista moralmente ambigua siempre tuviese una segunda oportunidad.

Pero Hitchcock, con la precisión de un relojero cruel, la destruyó a mitad de película. Y lo hizo de la manera más brutal y revolucionaria hasta la fecha: con un grito que abriría la puerta a todas las scream queens que vendrían después.

Ese grito —ese alarido blanco, esa exhalación de pánico que aún hoy nos atraviesa como un escalofrío de celuloide— no es solo un recurso técnico. Es una proclamación. Es el nacimiento del terror moderno. Es la semilla que germinaría en las Jamie Lee Curtis, en las Neve Campbell, en las heroínas asustadas pero combativas que heredaron su corona. Leigh, sin pretenderlo, se convirtió en la Eva del grito, en la primera mártir sensual de un género que nunca volvió a ser el mismo.

La paradoja del cuerpo ausente

Lo fascinante es que Janet Leigh, a pesar de haber esculpido una imagen imborrable ligada al deseo y al miedo, no perteneció jamás al cine erótico ni al cine de explotación. Su cuerpo, si bien expuesto en la legendaria escena de la ducha, es presentado más como un mapa vulnerado que como un objeto de consumo. Su desnudez no es celebración; es condena.

Leigh fue deseada, sí, pero siempre bajo un velo narrativo que la protegía de la vulgaridad. El espectador la miraba, la deseaba y, al mismo tiempo, era obligado a compadecerla. Ese equilibrio —tan delicado, tan peligroso— es lo que la hizo única. Leigh fue sensual, pero jamás fue reducida. Fue la primera scream queen, pero con la dignidad de una tragedia griega.

Un linaje que grita

Que su propia hija, Jamie Lee Curtis, heredara décadas después el mismo grito, la misma corona, no es un simple dato curioso: es casi un ritual de sangre, una dinastía cinematográfica donde el grito es el legado y la belleza, la herencia. Leigh abrió un sendero que su hija recorrería con honores y renovado pavor, tejiendo entre ambas un cordón umbilical de chillidos que une generaciones de espectadores fascinados por la figura de la mujer que corre, que teme, que resiste.

Janet Leigh no fue una estrella fugaz ni una nota a pie de página: fue el umbral. La puerta. El principio de todo.
Y su grito, aún hoy, resuena entre los azulejos, en cada cortina que se desliza, en cada mirada furtiva al otro lado del espejo empañado.

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