Tucker: un hombre y su sueño, la elegancia de un fracaso brillante
Corrían tiempos ásperos para Francis Ford Coppola, naufragando en un océano de proyectos malogrados y sueños rotos. No así para su entrañable amigo George Lucas, quien, aún cabalgando sobre las olas de su imperio galáctico, conservaba junto a Coppola un tesoro: un Tucker 48, uno de los cincuenta ejemplares que alguna vez respiraron el aire de la carretera. Ese amor compartido por la velocidad, el diseño y la utopía mecánica los llevó a unirse, como productor y director, en la odisea fílmica de llevar a la pantalla la vida de Preston Tucker: el hombre que quiso fabricar el coche del futuro en una época que aún no estaba preparada para soñar.
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Y así nació Tucker: un hombre y su sueño, un biopic que trasciende su molde, donde Coppola despliega una elegancia cinematográfica que roza lo sinfónico, acompañado por la mirada pictórica del maestro Vittorio Storaro, cuya fotografía convierte cada plano en una lámina dorada. Lo que en los años ochenta fue acogido con tibieza, hoy reluce como una joya inadvertida, una cápsula de cine clásico que supo hablar del fracaso con un fulgor estético inquebrantable.
El relato, en apariencia, no se entrega al drama desgarrado ni a la lágrima fácil. La epopeya del Tucker 48 no es una de esas historias que arrebatan el llanto al espectador complaciente. Aquí no hay trucos sentimentales, sino un fresco visual que interpela a quienes saben saborear el detalle, a aquellos que buscan la poesía en la línea de un guardabarros, la épica en la curva de un parabrisas, la belleza en el cobre pulido de una fábrica iluminada como si fuera un templo.

La película es, ante todo, un artefacto visual construido con la misma precisión y devoción con la que Preston Tucker ensamblaba sus vehículos imposibles. Storaro tiñe el mundo con colores cálidos, ocres y azulados que remiten al cine clásico y a la pintura renacentista, mientras Coppola organiza la puesta en escena como si se tratara de un ballet industrial: los planos secuencia se deslizan con suavidad entre las máquinas, los encuadres buscan la geometría perfecta de las cadenas de montaje, y los contrapicados glorifican al hombre que, en su delirio, pretendía doblegar al sistema.
Cada coche Tucker brilla en pantalla como una promesa incumplida, un destello de un futuro que no fue. Los reflejos en las carrocerías cromadas dialogan con los brillos de la película misma, como si cada superficie pulida fuese un espejo donde Coppola refleja su propia melancolía por los sueños truncados. No es casual: el fracaso de Tucker resuena como un eco del propio cineasta, un autor que en los ochenta también luchaba contra el poder corporativo que devoraba la industria del cine.

El montaje, de ritmo teatral y cadencioso, se alinea con la estructura de una cadena de ensamblaje: preciso, metódico, casi obsesivo. Las transiciones entre escenas se deslizan como engranajes bien aceitados, y la música de Joe Jackson —ligera, juguetona, nostálgica— acompaña este mecanismo con la ligereza de una danza sin peso.
El corazón del film es Jeff Bridges, quien dota a Preston Tucker de una sonrisa casi quijotesca, de una mirada donde chispea la locura dulce de quien prefiere fracasar construyendo maravillas antes que triunfar produciendo mediocridades. Bridges no actúa: flota, seduce, persuade. Su carisma empuja la película con la misma fe con la que Tucker empuja sus prototipos hacia la carretera prohibida.
El diseño de producción es, sin duda, uno de los mayores logros del film. La fábrica Tucker es una catedral art déco donde la luz parece una sustancia palpable. Las oficinas, los talleres, las pruebas de choque y las presentaciones ante inversores están concebidas con una precisión casi coreográfica, como si cada tornillo y cada papel sobre un escritorio formaran parte de un mismo gran cuadro vivo.

Tucker: un hombre y su sueño no es una obra mayor dentro de la monumental filmografía de Coppola, pero sí es una película luminosa, precisa, honesta. Una película que, como los propios Tucker 48, no estaba destinada a la masividad, sino a perdurar como un objeto de culto, como un coche mítico que aún hoy, cuando ruge su motor en las exposiciones, parece murmurar las palabras de su creador: “el futuro pertenece a los soñadores”.
lo mejor:
Su construcción visual es impecable, cada plano es un homenaje al arte de fabricar sueños.
lo peor:
Su cadencia pausada y su estructura episódica pueden dejar al espectador emocionalmente distante si busca una montaña rusa sentimental.
la secuencia:
El desfile de los primeros Tucker ante la mirada asombrada de los inversores: un crescendo visual donde Coppola y Storaro se funden en un himno a la utopía.
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