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Con la sobriedad de un monje iluminado y el rigor estético de un arquitecto del alma humana, Stanley Kubrick, ese demiurgo del celuloide que jamás rodó una escena sin el peso de una idea, dejó constancia de su asombro ante una creación venida del Este: El Decálogo, de Krzysztof Kieślowski, fue, en sus palabras, “la mejor serie de todos los tiempos”…
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No resulta extraño que semejante elogio provenga de quien firmó obras totémicas como 2001: Una odisea del espacio, La naranja mecánica o El resplandor, títulos que no sólo se encumbran como películas fundamentales del siglo XX, sino que conforman una filmografía que linda con lo absoluto. Kubrick, perfeccionista hasta lo doloroso, cartógrafo del detalle mínimo, no prodigaba halagos sin motivo. Para él, admirar una obra ajena no era gesto gratuito: era un acto casi sagrado de reconocimiento.
Y así lo fue con El Decálogo (1989), esa joya íntima y austera compuesta por diez episodios concebidos con la precisión de un orfebre moral. Kieślowski, en la Polonia gris del comunismo declinante, levanta una catedral narrativa donde cada capítulo se inspira en uno de los Diez Mandamientos, no para predicar desde el dogma, sino para explorar las fisuras del alma humana cuando se enfrenta a dilemas éticos tan íntimos como universales.
Los protagonistas de esta obra —habitantes de un mismo complejo de viviendas en una Varsovia apesadumbrada y silenciosa— transitan entre la culpa y la redención, entre la soledad y la esperanza, enmarcados por una estética contenida y una música que dialoga más con el alma que con el oído. Aunque cada episodio se sostiene como una película autónoma, el conjunto forma un mosaico que palpita con la profundidad de una sinfonía moral.
Propiedad, deseo, fidelidad, verdad, muerte: cada tema se despliega sin estridencias, sin juicios explícitos, pero con una hondura que interpela al espectador con la misma severidad con que lo haría una confesión. El Decálogo no impone respuestas; propone silencios, miradas, decisiones que resuenan en lo más íntimo del espectador.
Kubrick, quien filmó el espacio como si fuese una iglesia sin Dios y la violencia como una coreografía del alma enferma, reconoció en Kieślowski a un hermano en la búsqueda del misterio moral del ser humano. Que él, precisamente él, dijera que El Decálogo era la más grande serie jamás realizada, es un juicio que no necesita réplica. Sólo reverencia.
