Darren Aronofsky se adentra en una nueva clase de oscuridad con su más reciente incursión cinematográfica. El aclamado autor de obras tan perturbadoras como Réquiem por un sueño, ¡Madre! o su más reciente y celebrada La ballena, adapta en esta ocasión la novela homónima de Charlie Huston, Caught Stealing, una pieza de evidente raigambre ‹pulp›, visceral y urbana, que le permite explorar registros menos alegóricos pero igualmente intensos.
Para este viaje al lado más sórdido de la existencia, Aronofsky se rodea de un elenco de notoria presencia: Austin Butler (el electrizante Elvis de Baz Luhrmann), Zoë Kravitz (Gemini), Matt Smith (Starve Acre), Regina King (El blues de Beale Street) y Vincent D’Onofrio (A Fall from Grace). Juntos darán vida a un universo de sombras, violencia y redención ambientado en la Nueva York de los años noventa.
En Caught Stealing, el protagonista, Hank Thompson, exjugador de béisbol venido a menos, se ve arrastrado por la fuerza de los acontecimientos a un descenso brutal por los callejones del crimen neoyorquino. Una lucha desesperada por la supervivencia lo obliga a sumergirse en un submundo tan salvaje como imprevisible, un espacio donde las reglas cambian y la integridad se disuelve en cada esquina.

Pero más allá del interés inmediato que suscita ver a Aronofsky moverse entre géneros más narrativos y físicos, esta película —que llegará a las salas españolas el próximo 10 de octubre bajo el título de Bala perdida— nos ofrece algo quizás más valioso: la posibilidad de reencontrarnos con un cine de acción bien tejido, sólido, de alma cinematográfica palpable. No uno fundado únicamente en el efectismo o la repetición industrial, sino uno que bebe del mejor cine policiaco de los años setenta —duro, denso, urbano—, que se transmutó en los ochenta en forma de antihéroes hipercinéticos y más tarde, en los noventa, adoptó una sensibilidad estilizada y a veces autorreferencial. Todo ello reintegrado ahora bajo una planificación moderna, que no rehúye la contundencia, pero tampoco la elegancia del encuadre ni la tensión latente del fuera de campo.
Estamos, quizás, ante el nacimiento de un nuevo clásico contemporáneo. Un film que, si logra mantener el pulso dramático y el nervio de la acción, podría inscribirse en esa genealogía de obras que actualizan los arquetipos sin traicionar sus orígenes. Aronofsky, sin renunciar del todo a su firma autoral, podría estar trazando aquí un puente entre el clasicismo sucio del thriller setentero y las exigencias rítmicas del cine actual, en un ejercicio de estilo tan necesario como estimulante.