Aceite y jungla: el rito sensual de Kathy Shower en Las aventuras de Tennessee Buck

Hay escenas que no solo se ven: se sienten. Se saborean. Se arrastran por la piel como una lengua invisible. La jungla huele a sexo antiguo en las aventuras de Tennessee Buck (1988), y entre rugidos de fauna y sudores coloniales, emerge el cuerpo de Kathy Shower como un tótem lubricado de deseo. No hay metáfora aquí: hay aceite. Mucho aceite. Un baño ritual, desnudo y provocador, que enciende la pantalla como una bengala encendida en mitad de la selva.

Kathy Shower —Playmate del año 1986, escultural como una diosa tallada por la humedad del trópico y la luz oblicua de un atardecer— se desliza en este film como una Venus desarmada que no necesita armas. Lo suyo es el gesto, la mirada, la cadencia de su cuerpo bajo el chorro caliente del aceite, que le recorre la piel como si quisiera hacerla eterna. No es una escena gratuita, aunque lo parezca. Es cine erótico enmascarado de aventura, lubricado de cine B, de ese que no pide permiso para excitar.

En su famosa secuencia, Shower se desnuda con la indolencia del calor, como si quitarse la ropa fuera lo más natural que puede ocurrir entre matorrales, monos chillones y mosquitos insaciables. Se sienta con parsimonia, como una sacerdotisa decidida a comenzar un ritual tan antiguo como el cine mismo: el de convertir el cuerpo femenino en espectáculo y en arma. Se embadurna, se soba, se curva. Y la cámara, golosa y entregada, se rinde sin resistencia.

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Es cine que juega al límite: ¿es esto un homenaje a las antiguas ficciones de exploradores o es simplemente una excusa lubricada para ver a una mujer desnuda? ¿Importa? Las aventuras de Tennessee Buck no tiene respuestas; solo imágenes. Y las imágenes, ya lo decía Godard, son más verdaderas que la verdad.

Kathy Shower no actúa: transpira. Y su desnudo aceitado no es una simple provocación, sino un gesto de poder. En medio de una narrativa masculina, de tiros, serpientes y cazadores coloniales, ella detiene el relato, lo vuelve líquido, lo erotiza hasta volverlo otra cosa. Un bálsamo visual para los amantes del cine-piel, ese que se mira con las pupilas y se archiva en el inconsciente libidinal.

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Este baño sensual no pertenece al mundo del cine serio, ni falta que le hace. Pertenece al altar secreto donde habitan Emmanuelle, Sylvia Kristel, Laura Gemser y todas esas diosas del erotismo ochentero que supieron mojar las sábanas del VHS sin necesidad de porno explícito, solo con gestos, aceites y un desparpajo glorioso.

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Kathy Shower, con su escena embriagada de tacto y brillo, no solo es la joya de esta película de aventuras. Es su corazón palpitante. Su diosa sudada. Su milagro profano. Porque si alguna vez alguien osara preguntar qué es el cine erótico de selva, bastará con poner esa escena, servirse un trago, y dejarse embadurnar por el deseo.

Como decía Tennessee Buck: “La selva no perdona… pero a veces, te acaricia”.

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