Las actrices del deseo: el esplendor femenino en el cine de los 70

Los años setenta constituyen una década alucinada y febril en la historia del cine. Un tiempo en el que la revolución sexual se convirtió en forma cinematográfica, y el cuerpo femenino, por primera vez en el cine comercial, se mostró en toda su desnudez sin temor ni censura. La eclosión del llamado «nuevo Hollywood», el auge del cine europeo politizado y erótico, y la muerte progresiva del viejo sistema de estudios, convirtieron a estas actrices en símbolos de un tiempo que ya no regresará. No fueron solo intérpretes: fueron musas del despertar sensorial de toda una generación.

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Heat
1972
Paul Morrissey
Sylvia Miles

La fotografía de Heat (1972), de Paul Morrissey, es el umbral perfecto para este viaje. Producida por Andy Warhol, esta película se inscribe en el cine underground que proliferó en los cineclubs de la época, donde Sylvia Miles y Joe Dallesandro encarnaban una sexualidad libre, sucia, bella y casi nihilista. Heat fue un espejo deformado pero fiel de aquella década que entendía el arte como provocación.

las que abrieron la danza

Dominique Sanda y Stefania Sandrelli inauguran los setenta con una de las secuencias más transgresoras y sensuales del cine europeo: el baile íntimo y ambiguo de El conformista (1970) de Bernardo Bertolucci. Más que un número coreográfico, aquella escena simboliza el despertar de una Europa que comenzaba a mirar sus pulsiones ocultas con ojos nuevos. Ambas actrices repetirían con el director en Novecento (1976), reafirmando su estatus como emblemas de un cine tan político como corporal.

Sandrelli brilla especialmente en Una mujer y tres hombres (1974) de Ettore Scola, mientras que Sanda se entrega a la decadencia aristocrática de La herencia Ferramonti (1976), junto a Anthony Quinn. Son papeles que encarnan, a su modo, la fusión entre erotismo, poder y memoria histórica.

La década está también marcada por la herida que dejó El último tango en París (1972), donde María Schneider —a las órdenes de Bertolucci y junto a un Marlon Brando crepuscular— protagoniza una de las películas más discutidas del siglo. Una cinta que fue leída entonces como vanguardia, pero que hoy genera profundas reflexiones éticas sobre los límites del arte, el consentimiento y el deseo masculino filmado. Schneider quedó marcada para siempre, símbolo de una belleza violentada por la ambición simbólica de un cine que quiso filmar lo inefable.

sylvia-kristel-es-emmanuelle Las actrices del deseo: el esplendor femenino en el cine de los 70

Por contraste, Emmanuelle (1974) de Just Jaeckin consagró a Sylvia Kristel como icono global del erotismo suave y exótico. La película, hoy mirada con indulgencia, fue entonces un fenómeno cultural que quebró tabúes y exportó la sensualidad europea a un mundo aún sumido en represiones heredadas. Kristel —etérea, melancólica, de sonrisa translúcida— fue la sacerdotisa de una sexualidad que se presentaba como liberación.

cuerpos como discurso

Es en el cine europeo donde el cuerpo femenino adquiere mayor profundidad discursiva. En El portero de noche (1973), Charlotte Rampling se convierte en símbolo de la ambigüedad y la turbación. Dirigida por Liliana Cavani, la película explora el deseo como territorio político, como reencuentro traumático entre víctima y verdugo, entre placer y destrucción. Rampling, con su mirada acerada y su fragilidad aristocrática, consagra un tipo de sensualidad que escapa al control del espectador.

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Durante los años siguientes, Rampling se afirmará como rostro inconfundible del cine setentero: desde la distopía de Zardoz (1974) hasta el noir nostálgico de Adiós, muñeca (1975), su presencia oscila entre el fetiche intelectual y la esfinge emocional.

Laura Antonelli se convirtió en el símbolo adolescente del deseo prohibido. En Malizia (1973) y Me gusta mi cuñada (1974), ambas dirigidas por Samperi, encarnó la tentación doméstica con una mezcla de carnalidad y ternura. Su presencia —siempre filmada desde la mirada de jóvenes imberbes que despertaban a la sexualidad— configuró una iconografía del pecado suave, del erotismo soleado y travieso. En El inocente (1976) de Visconti, alcanzó el punto más alto de su belleza trágica. Su posterior caída en desgracia, marcada por una cirugía fallida y el olvido, la convirtió en mito doliente.

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A su lado, Ornella Muti desplegó una belleza clásica de proporciones mitológicas. Presente en películas de temática provocadora, como La última mujer (1976) de Marco Ferreri, o en producciones españolas de la transición, su magnetismo cruzó fronteras con la elegancia de una pantera en la penumbra. En ella, la inocencia y la lujuria convivían como hermanas enemigas.


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La década avanzó con una proliferación de figuras femeninas que, aunque muchas veces fugaces, fueron inolvidables. Algunas nacieron para una única película, para una escena inolvidable o un plano incandescente. Fueron mujeres-lumbre, estrellas que iluminaron un instante y luego se extinguieron dejando ceniza ardiente en la memoria del espectador.

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sacerdotisas del cine erótico

Laura Gemser, conocida como la «Emmanuelle negra», definió un erotismo periférico, filmado sin ambición artística pero con una entrega física absoluta. En Emmanuelle nera (1975) y sus múltiples secuelas, su cuerpo de ébano se convierte en ritual, en danza, en continente de un deseo tan explícito como superficial. Sus películas no sobrevivieron al tiempo, pero su imagen quedó fijada como mito marginal.

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Bo Derek, en cambio, simboliza el ideal estético del erotismo norteamericano: simetría, bronceado, perfección de catálogo. En 10, la mujer perfecta (1979) de Blake Edwards, se convirtió en ícono pop, reproducida hasta la saciedad, caricaturizada, idolatrada. Su carrera no sobrevivió al personaje, pero el personaje sobrevivió a todo.

Koo Stark, protagonista de Las adolescentes (1975), representa el morbo ibérico de la transición. Bajo el paraguas del destape y la apertura democrática, Pedro Masó tejió películas cargadas de provocación y culpa, donde la adolescencia femenina se mostraba como un campo minado de erotismo y transgresión. El acomodador del cine sabía lo que el espectador buscaba.

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Teresa Ann Savoy fue una figura extraña, casi fantasmática, en el cine erótico europeo de época. Su presencia, marcada por la melancolía, se inscribe en títulos como Salón Kitty (1976), Calígula (1979) o la bella y provocadora Vicios privados, virtudes públicas (1976). Era una belleza frágil, que parecía habitar más en los márgenes del símbolo que en la carne misma.

rostros del nuevo Hollywood

Karen Black, Marthe Keller, Sally Kellerman. Tres nombres que definieron una belleza alternativa en el cine norteamericano. Mujeres complejas, extrañas, misteriosas. Black, con su leve estrabismo y su energía inquieta, formó parte del panteón del cine autoral estadounidense, desde Mi vida es mi vida hasta Nashville. Keller brilló junto a Hoffman en Marathon man y supo darle a Fedora un aire de despedida crepuscular. Kellerman, como “Morritos calientes” en MASH*, inauguró una forma irreverente de erotismo cómico.

image1_temp-253-1024x555 Las actrices del deseo: el esplendor femenino en el cine de los 70

Susan George, con su rostro angelical y su mirada perversa, encarnó la provocación más incómoda. En Perros de paja (1971), su personaje desencadenaba una violencia sexual cuya ambigüedad aún hoy resulta perturbadora. En Mandingo (1975), traspasó otra línea aún más marcada por el prejuicio: la representación del deseo interracial, aún tabú para muchos sectores del público.

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