Textura fílmica: del celuloide al delirio, el ‘Drácula’ de Coppola

Hay películas que no se proyectan: se destilan. No se siguen: se habitan. Obras que no buscan ser entendidas, sino invocadas, como un hechizo antiguo pronunciado en voz baja. En ese linaje de cine encarnado, de imágenes que palpitan como piel viva, se alza el ‘Drácula’ de Francis Ford Coppola.

Desde su primera exhalación —esa carta que parte hacia el este, hacia los dominios de lo impuro—, Drácula no se comporta como un relato, sino como una experiencia física, táctil, febril. Más que narrar, seduce; más que avanzar, envuelve; más que mostrar, supura.

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Todo en ella remite a lo táctil, lo húmedo, lo sensual. Es un film que se posa sobre la piel como terciopelo carmesí, pero que a ratos rasga como la seda mojada. No es una película que hable: susurra. No avanza: flota. Como el vapor que exhalan las criptas, como el aliento gélido que precede al mordisco del vampiro, Drácula se manifiesta en forma de atmósfera antes que de historia.

La temperatura visual de la película oscila entre lo abrasador y lo glacial. En Londres, reina el gris helado del invierno industrial, mientras que en Transilvania —sublimada en sus interiores góticos de penumbra barroca— arden las sombras en rojo sangre y negro terciopelo. Hay una dualidad cromática que evoca la fiebre: el frío del deber victoriano contra el calor del deseo ancestral. La película sabe a vino espeso y a carne roja, huele a incienso y a cuerpos encerrados demasiado tiempo. Tiene el sabor de lo prohibido, la textura del pecado noble.

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Desde el punto de vista cinematográfico, Coppola emplea una puesta en escena deliberadamente artificiosa, como si la película fuera una pintura animada de Gustav Klimt teñida de óleo oscuro. Nada se oculta: las transparencias, las sobreimpresiones, los efectos ópticos artesanales, todo está diseñado para romper la lógica del realismo y convocar un universo de alucinación. Los decorados no imitan la realidad: la subliman. Las sombras se independizan de los cuerpos, como si el alma escapara del personaje antes que sus palabras. El movimiento de cámara es teatral, elegante, hipnótico, casi coreográfico.

La música de Wojciech Kilar es una catedral sonora: grave, voluptuosa, inminente. Es un rumor que sube desde lo hondo del bosque hasta las bóvedas del castillo. Los sonidos —el aleteo, el suspiro, el chasquido húmedo del beso o del colmillo— están grabados como si uno los escuchara desde el interior de un ataúd. Todo está diseñado para envolver, para aislar al espectador del mundo y sumergirlo en una cápsula de pasión y muerte.

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La dirección de arte, entre lo teatral y lo onírico, bebe tanto del expresionismo alemán como del erotismo pictórico de prerrafaelitas y simbolistas. El vestuario de Eiko Ishioka —convertido ya en iconografía pura— contribuye a esta sensación de irrealidad táctil: corsés que parecen jaulas de oro, túnicas que flotan como humo de opio, armaduras que brillan como corazones abiertos.

Y sin embargo, lo que más perdura no es lo que se ve, sino lo que se siente: Drácula es una película húmeda, febril, afiebrada. Es otoño y es invierno. Es el crepúsculo perpetuo. Es la estación donde florece la muerte con más belleza. Su textura es la de un sueño lúbrico y sacrílego.

Hay en ella una voluptuosidad trágica, como si todo lo que toca estuviera condenado a marchitarse tras alcanzar el éxtasis. Es una película hecha para ser tocada con la mirada, deseada con el oído y recordada con el cuerpo.

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Los efectos visuales: alquimia de la imagen

En una época que comenzaba a ceder ante las sirenas del CGI, Coppola se aferra al cine como arte físico, como truco de ilusionista victoriano. Renuncia a lo digital con una obstinación casi romántica, y se hunde con gozo en el laboratorio de la imagen mecánica: retroproyecciones, sobreimpresiones, juegos de escala, cámaras invertidas, luces móviles, sombras teatrales… La pantalla se convierte en un terreno de magia tangible, donde cada plano posee la textura de un objeto construido a mano. Como si Méliès resucitara bajo los vapores de absenta y sangre.

Estos efectos no buscan ocultarse, sino que se exhiben como parte del espectáculo de lo irreal. Son falsos, sí, pero deliberadamente bellos. El tren que avanza sobre un mapa iluminado, los ojos de Drácula flotando en el cielo de Londres, la sombra que cobra vida propia, el pasaje temporal con estelas de luz como pintura mojada… Todo contribuye a crear una atmósfera que no pertenece a nuestro mundo, sino a un universo paralelo donde la pesadilla se funde con la ópera barroca. Es una alquimia entre artificio y éxtasis: una sensualidad que brota no de la perfección técnica, sino del exceso poético.


El erotismo en la dirección de actores: liturgia del deseo

Pero lo que realmente embriaga en Drácula es su capacidad para dirigir a los cuerpos como si fueran criaturas del subconsciente. No hay naturalismo, sino trance. No hay psicología, sino pasión. Coppola convierte a sus actores en médiums del deseo, en cuerpos entregados a una coreografía de impulsos reprimidos y placeres secretos.

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Gary Oldman, en su doble naturaleza de anciano podrido y príncipe renacido, no actúa: languidece, invade, se derrama. Su mirada es una marea oscura que lo arrastra todo. Winona Ryder se convierte en un cáliz que tiembla entre la culpa y el gozo, una virgen devota y una amante entregada, simultáneamente. Y Anthony Hopkins, como Van Helsing, es un cazador casi obsceno, que parece disfrutar tanto del peligro como de la carnicería. Incluso Keanu Reeves, cuya rigidez es célebre, funciona aquí como el cordero ideal: el cuerpo virginal a punto de ser devorado.

La escena en la que las novias de Drácula seducen a Jonathan Harker no es una simple secuencia de erotismo gótico: es una misa negra del deseo, donde el cuerpo es desflorado no por la violencia, sino por la rendición extática. La carne no se muestra: se adora. Y cada suspiro, cada roce, cada gota de sangre, tiene un peso ritual.

Este erotismo no es moderno ni pornográfico: es un erotismo de museo, de tapiz flamenco y fresco renacentista, donde el pecado tiene belleza y el deseo, gravedad.

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