El abismo seductor de The Deep (1977): cuando la aventura se sumerge en sus propias aguas
En las costas tibias de las Bermudas, donde el mar es un cristal translúcido que parece prometer tesoros y revelaciones, descansa una película que nada entre dos aguas: The Deep (1977), dirigida por Peter Yates, es a la vez un guiño refinado al thriller clásico y una antesala anticipada del cine de aventuras de los años 80. Un filme que, sin llegar a ser una joya inapelable, seduce por su textura visual y su elegante construcción, pero que también, como un buceador que olvida vigilar su oxígeno, se pierde en las profundidades que tan ansiosamente persigue.

Basada en la novela homónima de Peter Benchley, el mismo que nos regaló los colmillos insomnes de Jaws, The Deep nos sumerge —con una literalidad que roza la ironía— en la búsqueda de un tesoro naufragado, mientras la tensión crece bajo la amenaza de villanos caribeños y secretos mortales. Lo que Yates consigue aquí, sin embargo, no es una simple réplica de Jaws ni un juego superficial de aventuras; The Deep posee la dignidad estética de los thrillers hitchcockianos, donde el suspense se cuece a fuego lento, entre miradas, silencios y la promesa siempre aplazada de la catástrofe.

La película transita con gracia sobre la cuerda floja que separa el clasicismo del Hollywood de los 70 y la inminente explosión del cine ochentero. La presencia de Jacqueline Bisset —icónica en su blancura casi mítica bajo el agua— y de Nick Nolte con su barba desordenada, casi preludio del héroe más tosco y desaliñado que dominará la década siguiente, anticipan sin querer la estética que Spielberg, Zemeckis y compañía popularizarían poco después. Hay en The Deep una textura analógica, granulada y cálida, una forma de filmar que huele a sol, a sal, a verano imperecedero, y que parece resistirse a los artificios más fríos del futuro digital.

No obstante, el filme naufraga parcialmente en su propio hechizo subacuático. Las largas secuencias de buceo, si bien visualmente hipnóticas, acaban por ralentizar el relato hasta rozar lo contemplativo, casi lo tedioso. La insistencia en las coreografías submarinas, que buscan quizás el embeleso sensorial, terminan por minar la tensión narrativa. El mar aquí, paradójicamente, se convierte tanto en espacio de fascinación como en cárcel: el relato se amarra a las profundidades, pero deja en la orilla a sus personajes, cuya psicología apenas se esboza entre una inmersión y otra.
El potencial para explorar escenarios selváticos, costas agrestes o incluso territorios humanos más complejos queda tristemente desaprovechado. Uno siente que The Deep podría haber sido una película más vasta, más rica en texturas externas y conflictos internos, pero opta por un buceo casi exclusivo, como si le costara alzar la cabeza y mirar más allá de la superficie líquida.

Aun así, su encanto es innegable. La película es hija legítima de su tiempo, pero con alma de viajera del futuro. Sus ecos hitchcockianos se mezclan con destellos de un cine de aventuras más desenfadado, más sensorial, más cercano al vértigo ochentero. La música de John Barry, con sus notas acuáticas y su ritmo pausado, refuerza ese aire de elegancia clásica que no termina de abandonarla.
En definitiva, The Deep es un curioso híbrido, un artefacto de transición entre décadas, que cautiva por su estilo y sus promesas, pero que se ahoga a ratos en sus propias aguas. Una película que, si bien no alcanza la cima de la aventura ni las cotas del thriller psicológico más punzante, queda en la memoria como un cofre parcialmente abierto: dentro hay belleza, hay misterio, pero también, inevitablemente, hay vacío.
Quizás el mayor acierto de The Deep sea precisamente ese: recordarnos que, en el fondo del mar —como en el cine— no siempre hallamos lo que buscamos, pero siempre encontramos algo que nos obliga a seguir descendiendo.Herramientas