Cuando George Lucas buscaba un lugar donde los soles gemelos pudieran abrasar el horizonte y dar vida a Tatooine, no imaginaba que unos rincones remotos del planeta acabarían convertidos en altares para generaciones de peregrinos cinematográficos. En 1977, Star Wars: Episodio IV – Una nueva esperanza nació entre el polvo de Túnez, las mesetas de California y los pasillos sonoros de los estudios ingleses. Hoy, casi medio siglo después, esos lugares respiran un tiempo doble: el de la película inmortal y el de un mundo que ha cambiado de piel.

El espejismo de Tatooine en Túnez
En Matmata, las casas trogloditas donde Luke Skywalker desayunaba mirando un futuro imposible siguen ahí, con sus paredes horadadas en la roca. El Hotel Sidi Driss —escenario de la granja Lars— aún recibe huéspedes, pero las marcas del rodaje se han convertido en reliquias. Lo que en los 70 era pobreza rural hoy es un reclamo turístico: las cúpulas restauradas lucen carteles de bienvenida y las cuevas, antaño viviendas humildes, venden recuerdos a viajeros disfrazados de Jedi. Sin embargo, más allá del hotel, el paisaje tunecino ha sido golpeado por el éxodo rural y las tensiones políticas. El silencio de Tatooine es ahora menos virginal, más marcado por las huellas del tiempo.

En Chott el Jerid, el salar donde Luke contempló el atardecer de dos soles, la inmensidad blanca persiste. Pero las carreteras cercanas y las señales para turistas han domado un poco ese horizonte que parecía infinito. Las dunas de Nefta y Tozeur, antaño desconocidas, han visto desfilar expediciones de fans, producciones publicitarias y hasta otros rodajes.

De las colinas californianas al Valle de la Muerte
Death Valley, en California, sirvió para algunos planos adicionales de Tatooine. En 1977 era un paisaje árido y casi fantasmal. Hoy está protegido como Parque Nacional, con miradores señalizados y áreas para selfies. El mismo barranco donde R2-D2 fue capturado por jawas es ahora un punto de peregrinación marcado en mapas de Google, donde las huellas de los visitantes se mezclan con la erosión natural.

Los pasillos de la Alianza en Inglaterra
Los estudios Elstree, cerca de Londres, fueron el útero de la saga: allí se construyeron la Estrella de la Muerte y los pasillos del Halcón Milenario. En los 70 eran simples naves industriales donde el equipo improvisaba con maquetas y efectos prácticos. Hoy son instalaciones modernizadas, epicentro de grandes franquicias, pero mantienen en sus archivos y pasillos una reverencia casi religiosa por aquella producción que los convirtió en un lugar sagrado para la ciencia ficción.

Entre el polvo y la eternidad
Comparar las localizaciones de 1977 con su estado actual es asomarse a un espejo temporal: los lugares han cambiado, pero no su poder evocador. Túnez ha sufrido crisis y modernizaciones, California se ha vuelto más turística, y Elstree es ahora un templo del blockbuster. Sin embargo, cuando cae la tarde en Chott el Jerid y el sol proyecta su último fuego sobre la sal, es fácil olvidar las carreteras y los teléfonos móviles. Por un instante, Tatooine vuelve a existir, intacta, en el mismo plano en que Luke soñaba con las estrellas.
Es esa magia —que una cueva pobre de Matmata o un barranco perdido en el desierto puedan seguir transportándonos a una galaxia lejana— la que mantiene viva a Star Wars. Los paisajes han envejecido, pero el mito los ha preservado: son cicatrices bellas en la memoria del cine, pruebas de que un cuento nacido en 1977 todavía late bajo nuestros cielos terrestres.