Imprescindibles by Lucen | ‘Cruce de Caminos’ de Walter Hill (drama, 1986): Karate kid se hace Blues man

«Cruce de Caminos»: El blues como rito iniciático en la filmografía lírica de Walter Hill

Tras haber coqueteado con el universo musical en la estilizada Streets of Fire (1984), Walter Hill se adentró de forma más íntima y depurada en el alma sonora de América. En Cruce de Caminos (Crossroads, 1986), el cineasta toma prestados elementos de aquella estética neonoir-musical y los mezcla con la impronta arquetípica de The Karate Kid (1984), para ofrecer una de las obras más personales y curiosas de su carrera, a la vez que rinde un sentido homenaje al blues y a los legendarios bluesmen que lo encarnaron.

En el rol protagónico encontramos a Ralph Macchio, que en aquellos días aún estaba inmerso en la fama de su inolvidable Daniel LaRusso. La cinta fue vendida, especialmente en el circuito doméstico de los años ochenta —en formatos Beta y VHS—, como un producto hermano de Karate Kid, apelando a la memoria afectiva del joven público. A su lado aparece Jami Gertz, musa fugaz de aquella década, actriz de rostro sereno y fuerza sensual que dejó su huella en títulos como Calles de fuego, Quicksilver (1985) y la gótica The Lost Boys (1987). Su participación en Cruce de Caminos no escapa a cierta mirada masculina imperante en el cine de Hill, aunque su presencia brilla con el fulgor melancólico de las actrices que merecieron más de lo que recibieron.

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Pero la verdadera alma del film reside en Joe Seneca, inolvidable secundario que aquí se eleva al rango de figura mítica. Su personaje, Willie Brown, es un mentor travieso, sabio y dolido, un Mr. Miyagi del delta del Mississippi que enseña no con golpes, sino con silencios, cuentos, acordes y ausencias. Su historia se despliega en dos planos temporales: el presente, compartido con Eugene (Macchio), y un pasado brumoso evocado por Hill en un elegante blanco y negro que remite al cine clásico, pleno de contención, lirismo y momentos de irrealidad que rozan lo onírico. Hay en estas secuencias ecos de El proceso de Orson Welles, como si Hill abrazara por un momento la estética del sueño para narrar la memoria de un alma.

La película es, en esencia, una road movie musical, pero también una elegía americana. Es el viaje del aprendiz en busca del alma del blues, que es tanto decir como en busca del alma de su nación. El filme se adentra sin miedo en lo mítico y lo alegórico, y en su clímax desciende al terreno de lo fantástico: una batalla musical que se aleja del naturalismo y se adentra en una suerte de duelo dionisíaco con el mismísimo demonio. Allí, el virtuosismo de Steve Vai —en el papel de Jack Butler, el guitarrista infernal— estremece tanto como fascina. Su presencia, con ecos visuales de Robert Mitchum en La noche del cazador (1955), eleva el duelo a una dimensión simbólica: el alma se juega entre acordes, y la redención, como el pecado, puede encontrarse en una guitarra.

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Cruce de Caminos fue también el debut cinematográfico del guionista John Fusco, quien jamás volvería a escribir algo tan inspirado. Su texto conecta con las obsesiones de Hill, pero también las expande hacia terrenos más introspectivos. La violencia, marca autoral del director, aquí no se expresa con armas ni puños, sino con pasión, orgullo, música y redención. Las notas de la banda sonora de Ry Cooder —otra entidad narrativa más— son las que dictan el tempo emocional del relato. Y entre ellas se desliza una tristeza bella, antigua, acaso eterna.

En la comparación con The Karate Kid, resulta fascinante cómo ambas películas, nacidas en el mismo tiempo y con el mismo actor, comparten el esquema del viaje iniciático pero difieren radicalmente en tono, ambición y profundidad. La una, exaltación pop del esfuerzo juvenil; la otra, balada crepuscular de raíces y pérdida. La una, fenómeno de masas; la otra, joya oculta que habitó las estanterías de los videoclubes como un secreto destinado a corazones sensibles.


Jami Gertz: Belleza melancólica de una década encantada

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En la estela de esta evocación no podemos sino rendir homenaje a Jami Gertz, ícono discreto del erotismo y la emoción ochenteros. Con una belleza tersa, no exenta de carácter, Gertz representó —al igual que Phoebe Cates o Molly Ringwald— a esa nueva mujer cinematográfica que, en plena revolución de sensibilidades, encarnaba la ternura, la autosuficiencia y la sensualidad sin estridencias.

Debutó en Endless Love (1981) junto a Tom Cruise, y se hizo visible en Sixteen Candles (16 velas) (1984), antes de alcanzar su papel más recordado en The Lost Boys (1987). Su carrera, como la de tantos jóvenes talentos de la época, pareció diluirse en la niebla de los años noventa, aunque tuvo apariciones en títulos como Twister (1996), y en series como Seinfeld, Urgencias o Still Standing. Rechazó el papel de Monica Geller en Friends, gesto que la historia televisiva aún recuerda con asombro.

En Cruce de Caminos, Gertz no es solo un adorno juvenil, sino la encarnación de la pasión, de lo que se desea y se teme perder. Como musa ochentera, su figura quedó inscrita en esa mitología de rostros dulces, destinos inciertos y papeles memorables que acompañaron a toda una generación en su educación sentimental.

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